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jueves, 23 de marzo de 2017

EL REGRESO DE SUPERMAN EN LA JUSTICE LEAGUE

Vale, vale, sé que el título es un poco clickbait, pero quería captar vuestra atención. Y qué mejor momento que en estas horas de promoción viral máxima de la Justice League previas al estreno mundial del nuevo tráiler el sábado. 

Obviamente esto que vais a leer (si queréis, claro) no es el regreso de Superman en la película de la Justice League, y todo parecido con la realidad sería mera coincidencia. Pero durante una conversación que mantuvimos el otro día el equipo de esta web, les comenté una idea que me rondaba por la cabeza sobre cómo me imagino yo la escena de reaparición gloriosa de Superman en la película. Y durante estos días la he convertido en un relato más desarrollado que he querido compartir con vosotros porque creo que es un regreso muy fan service que seguramente nunca veremos así, pero oye... leerlo, al menos, a lo mejor os gusta a algunos. Ya me contaréis. 

"CLARK... HAS VUELTO"
EL REGRESO DE SUPERMAN EN JUSTICE LEAGUE

Un relato de Javi Olivares


Batman respiró hondo, tratando de recuperar el aliento. Acababa de derribar al noveno parademonio, y empezaba a estar exhausto. Luchaba sin contenerse, consciente de que los parademonios eran bestias sin alma criadas para obedecer a su señor en un único propósito: matar. En cierto modo eran como abejas obreras, ciegamente fieles a su rey y dispuestos a luchar hasta su último aliento. Eran fuertes, su piel era dura y sus movimientos rápidos y precisos, y aunque Batman era mejor luchador que cualquiera de ellos (en realidad carecían de técnica y su manera de combatir era casi la de un animal salvaje), los parademonios parecían incansables y, cuando uno caía, había diez más dispuestos a atacar. Eran más un enjambre de insectos humanoides que un ejército organizado.

Sin haber podido recuperar todavía un ritmo cardíaco y respiratorio más normalizado, otro de esos monstruos aterrizó ante Batman y lanzó un furioso zarpazo contra su cara. El murciélago se agachó dejando que la garra le pasara por encima de la cabeza y contraatacó con un directo a la garganta de su oponente. Tras unos cuantos combates ya había observado sus principales puntos débiles. Un golpe seco y potente en el cuello, en la sien o en el plexo solar, generalmente ponía fuera de juego a cualquier parademonio. Y también una patada bien dirigida a las rodillas los dejaba aullando de dolor en el suelo y listos para noquear. Esas bestias no eran tan distintas de los humanos en ese aspecto.

El puñetazo de Batman impactó directamente en la garganta del parademonio, en la zona en la que el cuello se une a la barbilla. La criatura emitió un sonido seco y ahogado y se llevó las manos al cuello. En menos de un segundo, Batman giró sobre su talón y lanzó una patada circular que se incrustó contra la sien del parademonio. Lo dejó seco. Sin tiempo de reaccionar, otro parademonio se abalanzó sobre Batman por la espalda y le agarró el cuello por detrás, intentando arrancarle la capucha con la otra mano y arañándole el rostro con las garras. Batman apretó los dientes por el dolor y lanzó un codazo a las costillas de la criatura. No se soltó. Lanzó otro, y otro, y otro, y al cuarto terrible codazo el monstruo, aunque sin soltarse, aflojó su presa y el caballero oscuro le hizo una llave agarrándole la cabeza y lanzándolo por encima de su espalda. El parademonio se estrelló de espaldas contra el suelo con gran violencia y, antes de darle un instante para recuperarse, Batman le propinó tres terribles puñetazos en la cara con los nudillos metálicos de su guante que lo dejaron inconsciente. O tal vez muerto, le daba igual.

El caballero oscuro apenas se había levantado cuando un tercer parademonio ya iba volando directo hacia él, y en la periferia de su visión percibió que otro, un poco más lejos, se le acercaba desde su izquierda. Rápidamente cogió un batarang de su cinturón y lo lanzó contra el que estaba más alejado, clavándose certeramente entre sus ojos y derribándolo en pleno vuelo. Y aprovechando la inercia que llevaba su brazo derecho por el lanzamiento del batarang, lanzó un puñetazo del revés contra el que le venía de frente, impactando contra su rostro y tirándolo al suelo. Un tercer parademonio que Batman no había visto le atacó por la espalda y lo derribó de una patada con las dos pezuñas. Batman cayó de bruces al suelo. El parademonio derribado por el puñetazo se levantó y lanzó un directo contra la cabeza del murciélago (el blindaje de la capucha le protegió de una segura fractura de cráneo), mientras que el recién llegado le estiró de la capa hacia atrás, levantándolo y dejándolo de rodillas en el suelo en una posición muy desventajosa. De la nada, otros dos parademonios aparecieron volando y agarraron a Batman cada uno de un brazo, estirando con fuerza. En dos segundos, Batman se encontraba en una posición completamente indefensa, sujeto por los brazos, de rodillas en el suelo y con el cuerpo echado hacia atrás por la tensión que ejercía el parademonio a sus espaldas, mientras que el cuarto caminaba hacia él con la torpeza y balanceo de brazos que caracterizaba el paso de esas criaturas, que se movían mejor en el aire que en tierra. Batman forcejeó, intentando liberar sus brazos del agarre de sus captores, pero éstos apretaron con más fuerza clavando sus garras en los bíceps del murciélago. Intentó levantarse utilizando la poderosa musculatura de sus piernas, pero su postura era completamente rendida y, por si fuera poco, el parademonio de su derecha le dio una patada en el diafragma que dejó a Batman sin respiración durante unos agónicos segundos y le hizo doblarse sobre sí mismo. Los parademonios aprovecharon la momentánea falta de resistencia de Batman para doblegarlo aún más, retorciendo sus brazos hacia atrás mientras que el de su espalda le sujetaba por el cuello con el brazo. El caballero oscuro emitió un gruñido, más de rabia que de dolor. No podía zafarse de la presa de esas tres criaturas, y cuando alzó la cabeza encontró ante sí al otro parademonio. Los que le sujetaban, tiraron con fuerza hacia atrás, provocando un gran dolor en las articulaciones de los hombros de Batman y exponiendo su torso al recién llegado parademonio. El murciélago sabía perfectamente en qué situación se encontraba. Aquello era una ejecución, y lo cierto es que no había forma en la que pudiera resistirse y luchar. 

Para el monstruo erguido frente a Batman, aquello no era nada especial. No había ningún premio esperándole por matar a Batman. Matar era su misión, era para lo que existía. El parademonio echó el brazo hacia atrás, colocando sus afilados dedos en posición de garra. El que sujetaba a Batman por la espalda le arrancó la capucha, que quedó colgando de su capa, exponiendo por completo el rostro de Bruce. 

Batman supo que el golpe letal iba a ir a su cara, posiblemente a sus ojos, a su nariz, o a su sien. No tenía miedo. Un gran calor le recorría la espalda y entumecía sus músculos; era una mezcla de rabia y adrenalina, pero sobre todo sentía frustración por no haber podido acabar con más de esos esbirros de Apokolips. Deseaba que sus compañeros estuvieran teniendo más suerte y que consiguieran defender la cámara génesis donde el cuerpo de Superman se recuperaba. Batman sabía que solo Clark sería capaz de hacer frente a lo que estaba por venir, y si el precio para ganar tiempo era dar su propia vida, lo pagaba gustoso. Incluso lo consideraba algo justo, ya que meses antes había sido su propio odio el que había contribuido a la muerte de Superman, así que morir ahora por él le parecía una suerte de catarsis.

El brazo del parademonio seguía inmóvil, en el aire. Casi era como si el monstruo sí estuviese saboreando esa ejecución con algo más de placer que cualquier otra…

–¡¡Vamos!! –le gritó Batman–, ¿¡a qué estás esperando!? ¡¡Hazlo!!

Y el parademonio pareció reaccionar a la petición de su víctima. Batman observó cómo el músculo del hombro de la criatura se tensó (como luchador, sabía que todos los golpes salían del hombro y había aprendido a anticipar un puñetazo por la tensión de los músculos de los brazos que precedían al movimiento), y apretó los dientes, sabiendo que le quedaba un segundo de vida. Mantuvo los ojos abiertos. No iba a morir con miedo. JAMÁS. 

La garra del paredemonio se disparó contra el rostro de Bruce, que la esperaba impasible. Bruce notó una corriente de aire y sintó en sus entrañas que el golpe mortal estaba muy cerca. El recuerdo de sus padres inundó su cabeza. 

Pero el golpe no llegó. 

Y, de pronto, el parademonio no estaba ante Batman.

Había transcurrido apenas un segundo y Batman parpadeó dos veces, perplejo, tratando de entender. Su mente aún no había procesado lo ocurrido cuando dejó de sentir presión en su garganta y escuchó un grito ahogado a su espalda. Miró a su derecha y vio al parademonio que le agarraba el brazo mirando hacia un lado. Se volvió a su izquierda y el otro monstruo miraba en la misma dirección. 

Habían transcurrido tres segundos desde que el zarpazo que iba a ser letal se había disparado contra el rostro de Batman. 

Batman se volvió hacia atrás tratando de ver qué era lo que miraban los dos parademonios que lo sujetaban, y de pronto sintió que su brazo derecho estaba libre. Cuando se giró hacia ese lado tratando de entender qué ocurría, su brazo izquierdo también quedó libre. Solo se escuchó otro ahogado chillido estridente de uno de los parademonios. 

Habían transcurrido cinco segundos y Batman estaba libre. Todavía de rodillas en el suelo y absolutamente desconcertado, pero libre, sin rastro de los cuatro parademonios que iban a acabar con él. ¿Qué demonios había pasado?

Pero no había tiempo para ser el detective. Los parademonios que había volando por la zona habían vuelto a poner su atención en él, y dos de ellos, como halcones, iniciaron un vuelo en picado en dirección a donde Batman se encontraba todavía clavado de rodillas. "Levántate", pensó Bruce. 

De pronto, de nuevo una corriente de aire se interpuso entre Batman y los dos monstruos voladores. Una capa roja se desplegó a menos de un metro de los ojos del murciélago, tapando su visión como el telón de un teatro. Y Batman, que no se sorprendía con facilidad, abrió los ojos y sintió que la cabeza le daba vueltas. Un brazo enfundado en una reconocible malla azul agarraba del cuello a un parademonio, mientras que el otro brazo hacía lo propio con el otro insecto volador. Se retorcían y arañaban la mano que los sujetaba con firmeza, pero sus garras causaban tanto efecto como una pluma tratando de dañar una pared de acero. Con un movimiento tan rápido que Batman apenas pudo ver, el recién llegado arrojó a los parademonios, que se perdieron rápidamente en la lejanía. Se dio la vuelta, con su capa apartándose de forma elegante, y Bruce se encontró con un símbolo que conocía muy bien. Un escudo rojo y amarillo que parecía –y solo parecía– una “S”. Aún de rodillas en el suelo, Batman alzó la vista para mirar a la cara del recién llegado, encontrándose con un rostro amigable que le sonreía levemente. 

–Clark –acertó a decir–… has vuelto. 

Superman amplió su sonrisa y le tendió la mano a Batman. Batman le agarró por el antebrazo y Superman apenas ejerció fuerza y lo puso en pie. 

–Y por lo que veo, justo a tiempo –respondió el hombre de acero.

De repente, una intensa luz amarilla brilló a espaldas de Superman, mientras sonaba un potente estruendo similar a un trueno. Batman ya conocía muy bien ese sonido. Superman se giró y observaron cómo de la nada comenzaba a abrirse un portal que alcanzó rápidamente un diámetro de cinco o seis metros. En su interior, parecía verse el mismísimo infierno. Fuego, destrucción, cientos de parademonios volando sin rumbo, estructuras destruidas, todo bañado de una luz rojiza y sangrienta. Y del túnel de luz apareció caminando una criatura enorme, bípeda, musculosa y de aspecto rocoso, que vestía una especie de armadura gris y azul con un símbolo Omega en el pecho y cuya piel (apenas se le veía la parte del rostro que no cubría una especie de yelmo) parecía de granito resquebrajado. Sus ojos brillaban rojos. Caminando despacio con las manos en la espalda, aquel ser salió del portal, que se cerró detrás de él, y clavó sus ojos en Batman y Superman. 

–Darkseid – acertó a decir Batman. 

–Así me han dicho que se llama –respondió Superman. 

Bruce lo miró. Superman le devolvió la mirada.  

–No he venido solo, Bruce. Me han traído unos cuantos amigos tuyos.  

A la derecha de Batman, una corriente de aire y un sonido inconfundible precedieron a la aparición de una mancha roja y amarilla que rápidamente se transformó en la silueta de Flash. Wonder Woman cayó del cielo a espaldas de Superman, con su espada y su escudo en la mano. Otro tubo de luz se abrió a la derecha de Superman y, de su interior, aparecieron Cyborg y Aquaman, que se unieron a la formación. Y un resplandor verde sobre sus cabezas anunció inconfundiblemente el aterrizaje de Green Lantern. Hal descendió envuelto en su aura esmeralda y se situó al lado de Batman. 

–¿Todo bien, Brucie? –preguntó Flash en tono divertido mientras daba una palmadita en el hombro de Batman. 

Batman se colocó de nuevo la capucha. 

–Lo habéis conseguido. Buen trabajo –respondió. 

–Ha sido un trabajo en equipo –apuntó Hal. 

–Pero no hemos podido impedir que abriera el boom túnel –dijo Cyborg, haciendo un gesto con su cabeza hacia Darkseid. 

Aquaman cogió el tridente de su espalda y se colocó en posición de combate.

–Pues acabemos con él –gruñó Arthur–. Y esta vez, para siempre.

Darkseid descruzó los brazos de su espalda y sus ojos brillaron con más intensidad. Parecía dispuesto a empezar una buena pelea. 

–¿Cómo dijiste que llamabas a este grupo, Barry? –preguntó Superman. 

–A mí me gusta Liga de Justicieros –respondió el velocista. 

–Mmm… –asintó el hombre de acero–. Pues Liga de la Justicia… ¡seguidme!

Superman salió volando como un misil hacia Darkseid, con tanta fuerza que todos sintieron la onda expansiva de su despegue. El kryptoniano recorrió los 50 metros que lo separaban de Darkseid en un parpadeo, y al llegar a su altura le dio un derechazo en la cara que se escuchó como el cañonazo de un tanque. Todos pudieron sentir ese golpe retumbar en sus estómagos. Darkseid giró la cabeza del impacto y salió disparado hacia atrás, pero no perdió el pie. Retrocedió cien metros con los talones clavados en el suelo y, cuando se detuvo, miró a Superman y esbozó una horrible mueca que para ese monstruo debía ser una sonrisa. Parecía que iba a disfrutar ese combate. Superman flotaba a un metro del suelo, con los puños apretados y mirando a su rival.

–Se acuerda de mi nombre… Superman se acuerda de mi nombre… –musitó Flash mientras miraba la escena. 

Los parademonios empezaron a descender de nuevo. Se preparaban para proteger a su señor. Batman dio un paso adelante. 

–Ya habéis oído a Superman –dijo–. Liga de la Justicia… ¡luchemos!

Todo el grupo menos Flash echaron a correr o volar hacia Darkseid. 

–Liga de la Justicia... –dijo Flash para sí–. Demonios, sí que suena mejor. 

Y corrió como un rayo a unirse a sus compañeros en la batalla definitiva. 

FIN

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jueves, 13 de agosto de 2015

THROWBACK THURSDAY

Hace un par de años o tres tuvimos durante un tiempo una sección de relatos breves que vosotros, los lectores, podíais enviarme para publicar aquí en el site junto con otros que los redactores escribíamos. La cosa tuvo bastante buena acogida y recibí un buen número de historias, no todas publicables, obviamente, pero sí algunos textos muy buenos. Pero el boom de información de la recta final pre-Man of Steel me hizo tener que dejar de lado la sección. Quizá algún día la retomemos de forma esporádica, pero hoy me he encontrado de casualidad con el primero que publiqué para inaugurar la sección, escrito por mí, un relato corto en el que dos amigos de cierta edad echan una partida de ajedrez en un parque como dos ancianos cualesquiera. Solo que esos dos ancianos son... Superman y Batman. Os invito a leerlo a quienes no lo hayáis hecho y no tengáis nada mejor que hacer durante unos minutos.



Y para quien se le haya despertado el interés, podéis leer el resto de relatos de esta sección en este link, y encontrar los requisitos para enviarme uno en este otro enlace

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domingo, 17 de marzo de 2013

SÚPER-RELATO BREVE: SOPLA, CLARKIE

SOPLA, CLARKIE
Por Javier Olivares Tolosa
(Ilustración de Moisés López)


-No tienes nada que hacer, hijo de Jor-El.

La voz potente y estertórea de Zod resonó como un trueno en los oídos de Clark. El antaño general de los ejércitos de Krypton tenía razón. No era rival para un militar entrenado como él.

Zod caminaba despacio, con paso seguro, hacia Clark, que estaba tendido en el suelo a pocos metros de él, en medio de un pequeño cráter que se había producido por el impacto de su cuerpo contra el suelo. El general le había asestado un terrible puñetazo mientras combatían en el aire, y el resultado había sido ese: Clark se había incrustado en el asfalto de Metropolis.

Como pudo se incorporó, notando que la cabeza le daba vueltas. Miró rápidamente alrededor, y vio varios helicópteros militares aproximándose a lo lejos. Metropolis ardía en llamas. La destrucción era el paisaje desolador que estaba dejando el combate entre él y Zod. Y si él caía, toda la ciudad caería. Y Clark no estaba dispuesto a permitirlo. Recordó el apasionado beso que le había dado Lois tan solo unos minutos antes y pensó que había sido el primero… y quizá el último. Sabía muy bien que físicamente no podía contra Zod y su experiencia en combate cuerpo a cuerpo, pero no podía dejar de luchar hasta su último aliento.

Desechando su propio temor, Clark flexionó las rodillas y sus pies se hundieron más en el pavimento destrozado. La gravilla a su alrededor vibró mientras la energía que desprendía su vuelo se concentraba a su alrededor. Salió volando hacia Zod con toda su fuerza, con los puños por delante.

El tiempo parecía ralentizarse cuando iba a esa velocidad. Sabía que para cualquier espectador (si es que hubiera alguno en aquella calle destruida y desalojada) tan solo era una mancha azul y roja, pero paradójicamente él sentía que todo iba más despacio. Se vio aproximarse a Zod, y cómo la mueca de desprecio del General se transformaba en una cruel sonrisa y sus acerados ojos destellando con odio. Zod se flexionó levemente, girando su torso hacia la izquierda, y lanzó un gancho ascendente mientras Clark se aproximaba hasta él. No había tardado ni una milésima de segundo en recorrer los escasos 10 metros que los separaban, pero su velocidad era probablemente supersónica. Clark no pudo frenar a tiempo ni esquivar el golpe, y el derechazo de Zod impactó directamente en su barbilla, lanzándolo hacia el cielo. Había sido como un mazazo. Sintió cómo su cuerpo ascendía sin control (no estaba volando; había sido disparado por la fuerza del golpe) y percibió un torbellino de aire que lo adelantó. Supo que era Zod cuando recibió un nuevo golpe en la espalda propinado por el General, que lo esperaba por encima de las nubes. Otro terrible latigazo de dolor y, un par de segundos después, Clark volvía a estrellarse contra el suelo de Metropolis a pocos metros de donde estaba antes.

Los dos golpes certeros del General y el impacto contra el asfalto dejaron a Clark sin respiración. Su larga capa estaba sobre su cara, y se la apartó con el brazo. Vio a Zod descender del cielo como si fuera un ángel, aunque sabía que más bien era un demonio. Bajaba despacio, con los pies juntos y los brazos cruzados sobre el pecho. Su cara marcada por una cicatriz esbozaba una mueca de triunfo.

Clark trató de incorporarse, pero apenas podía ver. Su vista se nublaba. La boca le sabía a sangre. Le ardía el pecho al respirar. Había perdido, y lo sabía. Se quedó tendido de rodillas sin poder levantarse.

“He fallado, papá”, se dijo, pensando en Jonathan. Y en Jor-El. Hacía poco que había descubierto quién era su verdadero padre y que no lo abandonaron, sino que le salvaron la vida en el mayor acto de amor que podía haber imaginado. Y ahora, sabiendo que el hombre que mató a su padre en Krypton estaba a punto de matarlo a él también, solo podía pensar en ellos. En que les había fallado.

Zod tocó tierra a 10 pasos de Kal-El, y empezó a caminar hacia él con la misma serenidad que antes. Pero en su rostro se veía que el juego había terminado. Zod ya se había divertido suficiente con el hijo de Jor-El y estaba listo para asestar el golpe final.

-He destruido tu casa –le dijo Zod mientras avanzaba. Y así era; Zod había arrasado Smallville, al localizar la nave de Kal-El allí–; he destruido tu ciudad. Y ahora, hijo de Jor-El, te destruiré a ti. Tu mundo entero –hizo una pausa y pronunció la última frase con particular regocijo– se arrodillará ante mí.

Zod llegó hasta él, lo agarró del pelo con la mano izquierda y cargó hacia atrás su brazo derecho con toda su fuerza, cogiendo impulso para el golpe mortal. Su mano estaba extendida con los dedos tensos. Clark supo que el General iba a golpearle directamente en el pecho, sobre el escudo de su familia, y probablemente le atravesaría el corazón con el guante de su armadura. Las palabras de sus padres resonaban en su cabeza mientras el fin se aproximaba, como si Zod estuviera golpeando a cámara lenta.

“Tendrás grandes poderes, Kal-El, que te proporcionará el Sol de la Tierra. Llegado el momento, usa estos dones para honrar la memoria de Krypton. La gente de la Tierra te seguirá, se tropezarán, caerán. Pero con el tiempo, se unirán a ti en el Sol. Con el tiempo, les ayudarás a lograr grandes proezas. Ese es mi regalo para el mundo que acogerá a mi único hijo.”

La mano de Zod seguía aproximándose. El rostro de Zod era puro odio.

“Tienes que decidir qué clase de hombre quieres llegar a ser, Clark. Sea cual sea ese hombre, bueno o malo… cambiará el mundo.”

Menos de 50 centímetros separaban a Clark de la muerte. Recordó su quinto cumpleaños, en la granja. Su madre había hecho tarta de chocolate y habían encendido 5 velitas.

-¡Sopla, Clarkie! ¡Y pide un deseo! –le dijo Martha.

Y él tomó aire y sopló para apagar las velas, ilusionado y preguntándose si podría apagarlas todas. Pero lo que ocurrió es que la tarta, las sillas, media vajilla, los refrescos, los cubiertos y hasta la mesa terminaron por los aires y chocando contra la pared, peor que cuando había tornados. Y además, todo estaba congelado. Aquel día, Clark casi murió de terror, y se encerró llorando en el armario, pensando que si sus padres hubieran estado frente a él en lugar de a su lado, seguramente habrían quedado…

...Habrían quedado...

La mano del General estaba a 20 centímetros del pecho de Clark cuando él aspiró todo el aire que fue capaz. Lo expulsó como aquel día en su cumpleaños directamente contra la mano de Zod. Todo se veía a cámara lenta. La mano del General, envuelta en su guante, continuaba acercándose a la S en el pecho de Clark… ¡pero se estaba congelando mientras avanzaba! La expresión de Zod cambió de odio a sorpresa. Él desconocía ese poder que Clark acababa de recordar y que estaba jugando como su última carta. La mano de Zod impactó contra el pecho de Clark, y se hizo mil pedazos, completamente congelada. El General se quedó sin mano hasta la mitad del antebrazo.

El tiempo pareció recuperar su ritmo normal. Zod soltó el pelo de Clark y lo dejó caer, retrocediendo dando tumbos y agarrándose el muñón aún congelado sin poder creérselo. Clark recuperó las fuerzas, motivado por el recuerdo de sus padres y porque ahora había equilibrado la balanza. Se incorporó y miró a Zod, que le devolvió la mirada. Pero ya no había determinación en los ojos del General, sino sorpresa y dolor. Clark flexionó las rodillas de nuevo y apretó el puño derecho. Sus ojos brillaron de rojo calor. Las piedras a su alrededor volvieron a vibrar y a levitar.

-Mi turno… General.

FIN

miércoles, 13 de marzo de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES: LA CHARLA

LA CHARLA
Por Mario Rodas
(Ilustración de Moisés López)


     – Tome asiento, por favor.
     – ¿Aquí? – preguntó Jonathan Kent, señalando una de las sillas del aula.
     – Sí. No tenemos más por el momento, lo siento.
     – Estas sillas las hacen cada vez más pequeñas, ¿no?
     La profesora rió educadamente.
     – ¿Su esposa está por venir?
     – Sí, ya está en camino. Pero puede comenzar hablando conmigo.
     – Preferiría que estuvieran los dos.
     – No, por favor – contestó Jonathan. Ya de por sí estaba inquieto, y tener que esperar a que llegara Martha sería una tortura –. Quisiera comenzar ya. Cuénteme, ¿cuál es el problema?
     La profesora se sentó frente a Jonathan con un suspiro mal disfrazado. Se notaba que el prospecto de esta conversación la tenía nerviosa. Joven, y recién contratada ese año, según le había contado Martha, Jonathan imaginó que ésta debía ser una de las primeras charlas serias que tenía con algún padre, quizá incluso la primera de todas.
     – Clark... entiendo que recibió su educación preescolar en casa, ¿no?
     – Así es. Nosotros le enseñamos a leer, a contar, a distinguir colores… Y un poco de Historia. Le encanta la Historia. Es un niño muy inteligente, siempre lo ha sido.
     – Sí, señor – concedió la profesora –. Es muy dotado. Incluso ha aprendido ya a sumar y restar con dobles dígitos. Es el primero de la clase en hacerlo.
     – ¿Ah, sí? – preguntó Jonathan, sonriendo sin quererlo.
     – Sí. Hasta trata de ayudarles a aprender a sus compañeros. Han hecho un buen trabajo con él, la señora Kent y usted. Lo que… lo que quisiera preguntarle es, ¿qué les llevó a la decisión de educarlo en casa?
     Jonathan apretó su gorra en sus manos mientras mentía.
     – Teníamos una idea muy fija del tipo de educación que queríamos para él. Queríamos… queríamos prepararlo bien para la primaria.
     – Ya. Y durante ese periodo, ¿convivió mucho con otros niños?
     – Ha sido amigo de Pete Ross durante un buen tiempo. Lo tenemos en casa a menudo.
     – Sí, también aquí son muy unidos. ¿Pero más niños? ¿Alguna vez ha mostrado problemas para compartir, o de… de agresividad?
     – Señorita Ward, ¿pasó algo hoy?
     – Johnny McDonald trajo hoy autos de juguete, de esos pequeñitos de bolsillo. Al final del día ambos estaban rotos, y según Johnny, fue Clark quien los rompió.
     Jonathan tragó saliva.
     – Oh. Eso es extraño.
     – Los niños estaban haciéndolos estrellarse uno con otro, aquí en el pasillo, por turnos. Cuando yo pasé, no parecía haber ningún problema…
     – Talvez jugaron demasiado bruscamente. Esas cosas pasan, ¿no?
     – Eran… eran de metal. De buena fabricación, bien duros. Y cuando Johnny me los mostró, estaban despedazados. Como si les hubieran machacado con una piedra, o algo. El metal estaba doblado, las piecitas quedaron esparcidas por todo lado... Es imposible que quedaran así sólo por el juego.
     Jonathan recordó ver unas rueditas y pedazos de aluminio en el pasillo afuera del aula cuando llegó.
     – Disculpe, señorita Ward, ¿pero habló usted con Clark? ¿Qué le dijo él? 
     – No llegué a hablar con él, porque se fue antes de que pudiera. Se fue apenas sonó la campana, como asustado. Pero Johnny y otros niños me aseguraron que fue él. No dijeron cómo, pero…
     – Mire, talvez los pisaron sin querer. Yo puedo hablar con el papá de Johnny. Le vendo heno. Le puedo pagar los autos sin problema. ¿Es por un par de juguetes rotos que me dice que mi hijo tiene problemas de agresividad?
     – Señor Kent, eso no es todo. Hace un par de semanas hubo un incidente que yo… yo no reporté, porque no quise causar revuelo. Pero en clase de deportes, los chicos estaban jugando béisbol, y Clark insistió en no jugar. Luego los chicos se comenzaron a burlar de él, y él por fin accedió y lo metieron de lanzador. Parecía que se la estaban pasando bien, pero luego de un rato oímos un grito y fuimos al campo. Al receptor, la máscara protectora se le había hundido por un golpe. Hasta tenía cortado el labio. Los chicos dijeron que Clark le había dado con la pelota, pero yo… no sé, algunas profesoras y yo creímos que más bien parecía hecho con el bate…
     – No fue hecho con el bate. Clark jamás golpearía a alguien con un bate en la cara.
     – Mire, yo…
     – ¿Qué es lo que me está queriendo decir, señorita Ward? ¿Qué sugiere que haga, qué sugiere para Clark?
     – Quisiera que lo trajera para hablar con alguien.
     – ¿Hablar con alguien?
     La señorita Ward se hizo hacia adelante en su pequeña silla, armándose de valor para decir de una vez todo lo que debía.
     – Clark también demuestra por veces comportamiento extraño. Dice que oye voces cerca suyo cuando nadie dice nada… se queda de repente mirando un punto fijo, asustado, y luego se tapa los ojos… me parece que está ejerciendo algún tipo de llamado de atención. No es un comportamiento común. Yo creo que sería una buena idea...
     – No…
     – … que se viera con un profesional. Tenemos uno excelente aquí en la escuela, o incluso hay algunos que le puedo recomendar yo…
     – ¡NO! – Jonathan se levantó –. No. Lo siento, yo…
     Se puso la gorra y respiró profundo, determinado a controlarse.
     – Mire, yo le agradezco su preocupación. Se la agradezco mucho, de verdad. Pero esas ideas que tiene sobre mi hijo… olvídelas. Todo lo que está diciendo de él… sobre todo eso, está equivocada. Profundamente. Yo le prometo que voy a hablar con él. Yo y Martha nos ocuparemos de esto, se lo aseguro. Esto no se va a volver a repetir. Quédese sabiendo eso. ¿De acuerdo? Me despido.
     Era evidente que la había dejado sin palabras. La señorita Ward asintió con la cabeza, mirando hacia el suelo.
     – Yo sé que es un buen chico.
     – Sí que lo es.
     Jonathan se forzó a sonreír, se despidió con un tilt de su gorra y salió. En el pasillo se encontró con Martha, que llegaba a toda prisa.
     – Te espero en la camioneta – le dijo al paso.
     Afuera, apoyado contra la camioneta de brazos cruzados, Jonathan esperó mientras Martha resolvía lo que sea que tuviera que resolver con la profesora. No se demoró.
     En el camino a casa, con Martha conduciendo, Jonathan iba mirando los campos bañados por el sol naranja del atardecer.
     – ¿Hablaste con él? – le preguntó a su mujer.
     – Sí.
     – ¿Cómo está?   
     – Asustado. Dijo que no quería jugar, pero que ellos insistieron. Es difícil para él… negarse.
     – Debe serlo. Sólo es un niño de seis años jugando un poco, no tiene por qué ser tan… complicado – Jonathan suspiró –. Hay que conversar otra vez con él sobre situaciones en las que tenga que usar fuerza.
     – Al parecer, lo de ver a través de las cosas también se le sale de control de vez en cuando. Estaba pensando darle gafas con algún tipo de revestimiento de plomo en los lentes, tal vez plomo triturado en polvo, o algo así – Martha se masajeó la frente tristemente –. Después de tanto tiempo en casa, enseñándole a controlarse… creíamos que estaba listo…
     “Hasta trata de ayudarles a aprender a sus compañeros…” La imagen se formó en la mente de Jonathan con la máxima facilidad: el pequeño Clark sentado al lado de un compañero de clase, indicándole en su cuaderno cómo sumar y restar con dos dígitos. Paciente. Generoso. Bien dispuesto.
     – Y está listo – declaró Jonathan –. Más listo que ahora no lo va a estar nunca. Un niño como él no debería sentirse mal consigo mismo. No debería vivir con miedo. Un niño tan brillante como él, tan… tan…
     Aún sin verla, él sabía que escucharlo hablar así la hacía sonreír.
     – Si alguien entiende lo que tiene que hacer, es él. Si alguien puede, es él. Estas cosas van a seguir pasando, Martha. No va a dejar de ser difícil. Pero si hay alguien que puede aguantárselo… es Clark.
     Era algo que había dicho muchas veces antes, pero nunca creyéndoselo tanto como hoy.
     – ¿Le llevamos helado? – preguntó Martha.
     – Sí. Buena idea – dijo Jonathan –. Una tarrina de chocolate, y otra de… ¿pistacho?
     – Pero es para él, Jonathan, no para ti.
     – Meh. Okey, okey –. Y hablando hacia la ventana, agregó – Él siempre me regala un poco.

FIN

domingo, 3 de marzo de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES: EL AMERICANO

EL AMERICANO
Por Xose Aldámiz
(Ilustración de Moisés López)


-¿Eres americano?

El joven asintió con desconcierto. No esperaba confusión en ese punto.

-No pareces yankee.- siguió Laura.- Lo digo por el acento. No tienes ni pizca. Iba a decir que eras de Madrid.
-Gracias.

El chico esperó al otro lado de la mesa de recepción con su mochila sobre sus hombros y su petaca en el suelo. Laura le echaba algún rápido vistazo mientras seguía pasando los datos del maltratado pasaporte a la ficha del hostal. Sin duda, Clark Kent era guapo, aunque parecía de los inocentes. Un buen chico de 1,82 con vaqueros y una vieja camisa a cuadros beis sobre una camiseta negra. Su sonrisa inocente junto a esas gafas de pasta le arrebataban parte del misterio que suponía aquel viajero que parecía haber estado en casi todas partes; al menos según su pasaporte. Aún así, Laura no podía evitar fijarse en sus ojos azules y el bonito rostro que los acompañaban.

-¿Piensas quedarte mucho tiempo?- soltó ella junto con el recibo.
-Hm… No lo sé. Supongo que lo que necesite.- de nuevo la inocencia hizo que él pareciese un niñito ante una aventura.
-Muy bien. Ven y te enseño la habitación.- Clark agarró sus bártulos y siguió a Laura escaleras arriba desde la recepción.- ¿Es la primera vez que vienes a la Coruña?
-Sí.- el joven hablaba sin una nota de esfuerzo por tener que cargar su equipaje.- Llevo un tiempo en España, pero nunca había estado en esta parte. La verdad es que me recuerda un poco a Escocia.
-¿Conoces gente por aquí?- Ambos llegaron hasta el primer piso. Con las llaves en la mano, Laura fue hasta la habitación echando un ojo por si Clark necesitaba ayuda.
-No.

Laura abrió la puerta y le enseñó la habitación con vistas a la playa y al mar. Clark observó el lugar al dejar sus cosas. Aún siendo bastante pequeña, el americano parecía más que satisfecho con su “cubículo”. Tras examinar la vista y respirar la brisa marina, sacó una máquina de escribir del interior del petate y la puso sobre la mesa de estudios.

-¿Llevas eso encima?- preguntó ella anonanada.
-Prefiero escribir a máquina. No es que tenga problemas con el papel, pero lo prefiero.- De repente, Clark pareció percatarse del motivo de la extrañeza.- Es más ligera de lo que parece.
-Me imagino.- Un poco de nervios hicieron que Laura casi se fuese sin decir nada más; aunque supo darse cuenta y se giró para hacerle una propuesta al chico.- Oye, mira. Unos amigos míos vamos a tomar algo en casa de uno de ellos esta noche. Está en las afueras. Si no tienes a nadie con quien ir, puedes pasarte.
-¡Oh!- exclamó Clark con una graciosa sorpresa.- Me… Me gustaría.
-Muy bien. Luego te comento. Ponte cómodo. Nos vemos.

Tras dejarle sólo, Clark se dio cuenta de que no se había despedido; ni tampoco le había dado las gracias. La propuesta le había alegrado tanto que había olvidado los modales que su madre le había inculcado con tanto esfuerzo. No obstante, él siguió sonriendo mientras desempaquetaba. 

Entre sus cosas, el joven cogió el periódico que le había llevado hasta allí y lo colocó junto a la máquina de escribir para leer de nuevo el artículo. “EXTRAÑOS ASESINATOS. Se cree que la causa es un animal salvaje.” Clark volvió a cerrarlo con aire taciturno y siguió con su equipaje.

.........................................................

-¿Qué va a ser éste americano?- dijo Rafa exaltando su acento gallego sin soltar su cerveza.

Laura había presentado a Clark a sus amigos con la esperanza de que ellos le ayudasen a soltarse un poco. Ella era más que consciente de lo intimidante que podía ser meterse en una fiesta con totales desconocidos. Una dificultad a la que se le añadía lo siniestro que era estar en una cabañita junto a un lúgubre bosque de noche. Aún así, ella había pedido a Rafa y a los demás que lo tratasen bien.

-Pues lo soy.- Clark consiguió adaptarse al grupo. Se había sentado con el resto en el salón de la casa y había compartido alguna que otra cerveza y comentario.
-Di algo en inglés.- Rafa siguió un rato más con su estúpido interrogatorio sobre el origen del recién llegado a pesar de que Isabel no paraba de decirle que dejase de molestar.
-¿Eres escritor, Clark?- preguntó Isabel apartando a Rafa de su cuello entre risas.- Laura nos dijo que vas con una máquina de escribir.
-Periodista; o al menos, es lo que intento.- dijo él con un aire soñador.- Me gusta escribir y siempre he admirado la labor periodística y su rol denunciando la corrupción social y política. La veo como una de las mejores formas de ayudar.
-Eso está muy bien.- Rafa se sacudió a causa de un repentino hipo.
-¿Has trabajado en algún periódico?- preguntó Laura con interés.
-Me gustaría más adelante.- dijo él encogiéndose de hombros.- Pero por ahora soy autónomo.
-Qué cabrón- Clark y el resto dirigieron una mirada de confusión a Francisco, quien se levantó asqueado.- Esté ha venido por lo de Marta y Roberto. Mira que eres buitre.
    
Laura observó dolida como Clark era incapaz de responder a la acusación. La culpa impedía que el chico supiese que decir.
    
-Hijo de puta.- Laura se puso en pie y se fue enfadada. El resto evitó a Clark o sencillamente se apartaron de él.
    
Clark se levantó para seguirla. Al apoyarse, un repentino pinchazo hizo que se detuviese y que comprobase su mano. El joven no podía creer cuando vio las gotitas de sangre provocadas por una chincheta clavada en su palma.
    
-Castigo divino.- exclamó Francisco.
    
Aún aturdido por la sorpresa, Clark salió afuera.
    
Laura observaba todas y cada una de las estrellas. Se podía pasar horas dedicando su atención a aquellos puntos para formar extravagantes dibujos en su cabeza. Aunque en ese instante, sólo le servían para enfocarse mientras el dolor seguía.
    
-¡Laura!- Clark se acercó a ella con paso acelerado. Su rostro compungido no hizo desaparecer el enfado.
-No quiero hablar contigo, Clark.- Laura aguantó la ira entre dientes.
-Laura. Por favor, escúchame.- aunque el dolor persistía, la sinceridad en las palabras de él hicieron que ella se mostrase dispuesta a escuchar. Por primera vez, Clark no le parecía un inocentón.- Es cierto que he venido a investigar las muertes de tus amigos y del resto, pero no para aprovecharme de vuestro dolor. Quiero detener al responsable.
-Por favor…
-Quiero decir… Descubrir quién lo hizo para que la policía lo detenga.- rectificó el chico.- Tengo una buena pista e indicios, pero necesito saber lo que pasó.
    
Laura se resistió y dirigió a Clark una expresión asesina. Sin embargo, la ira fue desapareciendo al comprobar la determinación de él chico.
    
-Roberto y yo salimos a eso de las diez de la biblioteca del campus y estuvimos esperando a que Marta viniese a buscarnos para llevarnos a casa.- Laura se limpió de su mejilla una lagrima que se le escapó.- Llegó sobre las once menos cuarto. Dijo que se había retrasado porque había comprado algo para tomarnos. A veces nos quedábamos un poco por allí para charlar y beber.
    
-Antes de que nos atacase, lo ví. Me pareció que algo se movía por algún lado; pero Rober se rió de mí y me tranquilizó haciendo como que era una niñería. Luego…- Laura casi no podía aguantarse la ansiedad al hablar. Se paró un segundo y prosiguió. Clark la escuchó con lástima.- Esa cosa apareció y se los comió y yo… yo salí porque él… porque él estaba… con… ellos…”

Clark le puso una mano sobre el hombro indicando a Laura que era suficiente:

-¿Sabes qué os atacó?- Laura dudó en responder.- Puedes decirlo sin miedo.
-¿Me crees si te digo que creo que fue un puto hombre lobo?- soltó Laura con una actitud defensiva. Clark asintió.- Pues yo no me lo hubiese creído.- La chica se separó de la seguridad que le aportaba Clark y observó el bosque oscuro.- Mi abuela me decía que hay magia en estas tierras. Que vivimos entre bosques encantados. Yo nunca me lo creí hasta el año pasado; cuando Marta y yo vimos a la Santa compaña. ¿Sabes lo que es?
-He leído sobre ello.- respondió dando pasos hacia ella.- Los espíritus de los muertos que son guiados hacia la otra vida.
-Era horrible ver aquella gente. No sé si podría describirlo, pero… Así supe que mi abuelita nunca me mintió.- Laura se giró y, con miedo, miró a Clark.- ¿Sabes otra parte de la leyenda? Aquellos que ven a la Santa compaña acaban muriendo en un año.

Clark se acercó a Laura al verla temblar de miedo y la envolvió entre sus brazos.

-No quiero morir, Clark.
-No te preocupes.- Clark siguió manteniéndola entre sus brazos.- No lo permitiré.
    
Ambos se quedaron así un buen rato. Clark la sostuvo hasta que ella volvió a sentirse a salvo. La promesa del americano le había dado fuerzas renovadas.

-Hay algo más que necesito que me digas. ¿Alguien tenía motivos para hacer daño a Marta y a Roberto? ¿Alguien que quizá no quisiese hacerte daño a tí?
-No. Bueno, no sé… Ellos dos se habían liado y me enteré, pero…- Los ojos de Laura se iluminaron al percatarse de algo.- No puede ser.

El rugido irrumpió en la noche seguido por decenas de gritos provenientes del interior de la casa. Clark se giró al escucharlo; antes de que se hubiese movido, una gigantesca bestia peluda y feroz con apariencia lupina atravesó la pared. Varios cadáveres del interior de la casa y el miedo del resto de los chicos hicieron que los músculos de Clark se tensasen. 

Con una sonrisa, la bestia se acercó a ellos; y Laura, inmovilizada por el pavor, susurró el nombre real del hombre lobo.
    
-Rafa.
-Sííí.- la “i” se deslizó por la boca dentada como si de una cuchilla se tratase. Clark se quitó las gafas y se colocó entre la bestia y la chica. Ya nada quedaba de aquella timidez; Clark ahora parecía ser incluso más alto que antes. Aunque fuese imposible, cualquiera creería que era capaz de enfrentarse al monstruo.- Me has traicionado.
-¿Qué?-dijo Laura.
-Te libré de los que te jodieron y me lo pagas hablando con el primer yankee que te pone ojitos.- aquel razonamiento psicótico daba al licántropo un punto aún más atemorizante mientras se acercaba inexorable.
-No lo quería.
-Sí que lo querías; y uno necesita comer.- el énfasis de su última palabra hizo que se relamiese.
-Ni se te…- antes de que Clark pudiese reaccionar la garra de Rafa le golpeó lanzándole por los aires al interior del bosque oscuro.

Laura se quedó atónita por la muestra de violencia y, aunque no lo esperaba, su último pensamiento fue de lastima por Clark. Realmente debía haberle gustado mucho.
La bestia atravesó con sus garras el estómago de la chica y lanzó el cuerpo agonizante contra el suelo. El monstruo la olfateó mientras ella soportaba el dolor. La lengua de la bestia lamió con lascivia la sangre de la cara de Laura.
De pronto, una rapidísima silueta surgió de entre los árboles y alzó al Hombre lobo hacia los cielos en unos segundos. Laura no pudo moverse mientras escuchaba el rugido entre los cielos junto a lo que parecían ser golpes estruendorosos. Apenas lo volvió intentar, la chica vio maravillada y casi sin aliento como la bestia caía al suelo inconsciente y lleno de heridas.
Entre exhalaciones, Laura seguía observando a aquel ser derrotado cuando sintió una mano bajo su cuello que la ayudaba a colocarse. La expresión de dolor en la cara de ella hizo que Clark se detuviese.

-¿Has hecho tú eso?- preguntó la chica indicando ligeramente al Licántropo.
-No hables. Te voy a llevar a un hospital.- Clark hablaba desesperado. Laura no sabía si era sólo el miedo a que muriese o la culpa de su promesa.
-Hiciste lo que pudiste. Gracias.- Laura acarició la cara de Clark mientras observaba el dolor que aquellos ojos le dedicaban.- ¿Puedo hacerte una pregunta?

Clark asintió.

Laura le sonrió; y con sus últimas fuerzas le preguntó:

-¿De verdad eres americano?

FIN

domingo, 24 de febrero de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES: PONTE EL TRAJE AZUL

PONTE EL TRAJE AZUL
Por Alberto Díaz Otero
(Ilustración de Moisés López)


Realmente Kal no llegada a entender que le estaba sucediendo… ¿¡Cómo podía volar tan rápido!? Echó un vistazo rápido desde sus puños cerrados con los brazos ya totalmente extendidos, hasta la punta de sus pies y realmente no entendía cómo podía haber alcanzado aquella velocidad tan desmesurada. Tampoco llegaba a comprender muy bien la localización tan precisa incrustada en su mente de ese avión que se estaba precipitando al vacío… Pero tenía claro lo que debía hacer.

Cuando se encontraba a la altura del inmenso Boeing 747, entendió de inmediato que debía estabilizar semejante masa en caída libre y que, desde luego, iba a tener que emplearse. Agarrando una de sus alas, tiró de ella fuertemente hacia arriba e intentó estabilizarlo. Por su mente infinidad de ecuaciones físicas fluían como por arte de magia… y el resultado no le cuadraba. Finalmente, y como preveía, el ala se desintegro en mil pedazos.

Su mente, al instante abordó nuevas fórmulas físicas, y ahora con el avión precipitándose mas rápido aún, no halló otra solución que adelantarlo, situarse en su parte delantera e intentar frenar el brutal impacto, todo ello mientras a su oído interno llegaban los gritos emitidos por los pasajeros y los avisos electrónicos de la tripulación lanzando sus S.O.S. Exactamente 23 personas. Para aquel entonces, Kal había dejado ya de preocuparse del por qué los había podido ver tan claramente a todos a través tras el fuselaje.

Pensó entonces, que incluso los dioses deben confiarse también al azar e intentar poner tan sólo el empeño necesario en hacer las cosas de la mejor manera posible.

Adelantando al avión por su parte superior, ahora con ambas alas totalmente desintegradas por la velocidad de la caída, Kal llegó a la parte exterior de la cabina de los pilotos, e impulso todo su cuerpo en dirección contraria a la de su caída. Notó a nivel celular cómo las fuerzas luchaban entre sí, equilibrándose, y cómo el fuselaje exterior del avión se plegaba ante ellas. En su mente, ahora a pleno rendimiento, calculó que el espacio que le quedaba hasta llegar al suelo, era suficiente; no excesivo, pero suficiente…

Y así ocurrió. Antes de que el avión llegase a impactar contra el suelo, Kal, tras realizar un último esfuerzo y mirando de reojo la ‘S’ grabada en el escudo de su pecho, logró detener semejante pájaro. Ahora tan solo quedaba lo mas sencillo: debía posarlo horizontalmente en el suelo con la mayor suavidad posible…

Aún así, el impacto del fuselaje del avión contra el suelo fue más que considerable. No para él, pero para los pobres mortales en su interior, tan frágiles, debía haber sido bastante brusco.

Rápidamente se dirigió hacia la puerta delantera de acceso del malogrado Boeing, asió la palanca y tiro fuertemente de ella. La puerta se desprendió del avión como si de una puerta de papel se tratara. En su caída al suelo, Kal se percató de su capa, larga, roja, majestuosa… De hecho, era la primera vez que la veía, pero no se distrajo. Por fin sus pies tocaron el suelo del avión.

Sus primeras palabras hacia una tripulación mitad aterrorizada, mitad alucinada con lo que estaban viendo, fueron: "¿Están todos bien?" Una mirada rápida le bastó para atisbar a toda la tripulación. Estaban todos bien, excepto una mujer que yacía en el suelo de la parte trasera del avión. Desde su posición, y con su vista atravesando varias filas de asientos, había observado un fuerte golpe en su frente. Su corazón no latía. Incluso le dio tiempo a leer una identificación que portaba en la solapa izquierda de su camisa: ‘Lois Lane (Daily Planet)’. Se dirigió hacía ella rápidamente. Una vez incorporo su cuerpo y vio su rostro, para Kal todo ese tiempo tan frenético, se detuvo. Jamás había visto semejante belleza entre sus manos, duras como el acero. Había además algo tan familiar en ella, que por primera vez su mente se bloqueaba. Y entonces, tras ese breve instante, fue consciente: esa bella mujer yacía muerta entre sus brazos.

Fue entonces cuando sintió una angustia desgarradora dentro de sí, al tiempo que empezó a oír ecos de una voz familiar que exclamaba:

-Kal-El, Kal-El, Kal… ¡¡Despierta, despierta!! ¿Estás bien…?

Kal-El se incorporó en su cama empapado en sudor. Reconoció al instante a Faora, mirándolo fijamente con cara de preocupación, que exclamó:

-Por el Gran Rao, Kal, me habías asustado. Estabas gritando en sueños y no conseguía despertarte. Incluso la pequeña Lois que dormía a tu lado se ha asustado…

Kal respiró profundamente, agradeciendo a su esposa el haberle despertado, y respondió:

-He tenido un sueño muy extraño, cariño. Podía hacer cosas increíbles… y tendrías que haber visto cómo iba vestido. No tuvo un final agradable. Creí reconocer a una persona… Perdona por haberos asustado.

Faora, ya más calmada, asintió:

-Ya te lo dijo Jor-El… No pases tanto tiempo leyendo en el balcón cuando el Sol está tan alto. Tú padre es un cascarrabias, pero debo reconocer que tiene razón. Tanto Sol te acabará afectando algún día…

Kal-El, asintió, pero a regañadientes señaló a su esposa:

-Cariño, Rao no triplicará mi salud, lo sé, pero triplica mi curiosidad, mi imaginación y mi creatividad leyendo esos relatos.

-¡Bah…! ¡Hombres! -contestó Faora ahora ya más tranquila.

-Me voy con la pequeña Lois a pasear – continuó-. Rao luce precioso hoy en Krypton. Te esperaremos abajo, pero no te pongas ese traje que te pusiste ayer y que tanto te gusta. Ponte uno que te he comprado hoy, de color azul con la capa roja. Ahora que te has puesto en forma, te quedará mucho mejor. ¡Hasta ahora, cariño!

Kal esbozó una sonrisa mientras Faora se alejaba con la pequeña, mientras en su interior reconocía ese rostro del sueño: era el de su madre, Lara, más joven, pero reconocible, fallecida meses atrás.

Angustiado desde ese fatal desenlace, fue entonces cuando Kal recordó las últimas palabras de su madre dirigidas hacia el: "Kal, estate tranquilo y nunca olvides esto, hijo mío... Verás mi vida a través de tu hija... Yo he visto la mía a través de los tuyos... los padres se convierten en hijos... y los hijos, en padres... Nunca os abandonaré, ni cuando la muerte me haya llevado..."

Kal, recordando ahora el sueño, pensó para sí: "¡Ni tan siquiera un superhombre podría salvar a todo el mundo!" Y entendió enseguida que algo de su madre viviría siempre en la pequeña Lois.

La sensación de paz invadió de nuevo a Kal. Esa angustia que lo consumía meses atrás, por fin había desaparecido. Y mientras se ponía el nuevo traje azul con larga capa roja, pensó en Lois… y esbozó una sonrisa.

FIN

domingo, 17 de febrero de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES: EL SÍMBOLO

EL SÍMBOLO
Por Samuel Secades
(Ilustración de Moisés López)


Miguel tiene nueve años. Está atardeciendo y mira por la ventana preocupado y un poco ansioso. Desde su ventana, en la sexta planta del hospital, apenas se ve el cielo, sólo un puñado de edificios grises. La gente no para de caminar pasillo arriba y pasillo abajo, hay pitidos de máquinas, conversaciones en voz baja y a lo lejos el sonido del tráfico que viene de la calle. Y el sonido apagado del walkman que su hermano Coque está escuchando en la silla frente a su cama. Coque tiene catorce años y ahora le ha dado por vestir todo de negro y escuchar esa música que parece que le va a destrozar los oídos. Miguel vuelve a mirar por la ventana y aprieta en un gesto nervioso el arrugado cómic que tiene entre las manos. Vuelve a mirar la portada y eso le tranquiliza. En ella Superman está de pie sobre un asteroide en el espacio mirando hacia la Tierra. Miguel pasa sus dedos por la portada y se detiene arriba a la izquierda donde reposa el símbolo pentagonal con una S dentro. Mira a Coque y éste le devuelve la mirada, se quita los cascos y se ríe.

-Va a venir, tranquilo. Dios, tanto jaleo por una película que has visto mil veces.

No le responde. Coque siempre se burla de que le guste Superman. Dice que es infantil incluso para un crío de nueve años, que lleva un traje ridículo, que es un santurrón aburrido y que los calzoncillos por fuera le hacen parecer estúpido. Desde que Miguel está en el hospital se mete menos con él, pero a veces no puede evitarlo. Cuando Miguel se incorpora para responderle la puerta de la habitación se abre de golpe y aparece su padre, Carlos, llevando como un millón de cosas en las manos. Unas bolsas en las que se adivina una maraña de cables, el video VHS del salón de su casa y una cinta de videoclub sobre él.
-Coque, haz el favor, ayúdame que se me va a caer todo. Ya he hablado con la enfermera, me ha costado un poco convencerla pero dice que si ponemos el volumen bajo hará la excepción. Eso sí, a la mínima nos lo quita así que tengamos cuidado.

Miguel está feliz. Mira encantado como su padre y su hermano se vuelven locos conectando todos los cables a la diminuta televisión enclavada en lo alto de la habitación. En su regazo está la cinta de videoclub. La sostiene en las manos y la abre con cuidado. La cinta está sin rebobinar y en la etiqueta se lee "Superman: La Película". Miguel está feliz.

Cena a toda prisa la insípida comida del hospital y cuando se llevan la bandeja Carlos y Coque ponen dos sillas a ambos lados de la cama de Miguel y se preparan para la proyección. Apagan las luces de la habitación. Aparece un cómic en la pantalla como el que Miguel sigue teniendo entre las manos. La cámara se eleva sobre el edificio del Daily Planet, sube a los cielos y sobrepasa la Luna. Cuando comienza la música Miguel ha perdido el miedo a la operación de mañana. Con la fanfarria sonando una enfermera asoma su cabeza por la puerta con gesto enfadado, pero cuando mira el televisor y ve el símbolo apareciendo en la imagen sonríe levemente y con la mano nos indica que bajemos el volumen.

Carlos se ha dormido a los cinco minutos, mientras Jor-El habla al consejo. Hundido en su silla parece agotado y mucho mayor de lo que es en realidad. Coque mira fijamente a la pantalla, más por la promesa que le hizo a su hermano de que la vería con él que por interés por la película. Krypton explota. Conocemos a los Kent. Smallville, Kansas, es precioso a los ojos de Miguel. La cámara se eleva de nuevo mientras Clark abraza a su madre después de decirle que tiene que marcharse. Una punzada de tristeza se clava en el corazón de Miguel cuando se acuerda de su madre y echa de menos sus abrazos. Pero no hay lugar para el dolor, el viaje del héroe ha comenzado. Cuando Superman hace su aparición en Metrópolis Carlos se despierta.

-¿Por qué salva a un gato? -dice Coque. Vaya tontería. Si yo fuera él anda que iba a perder el tiempo bajando a un gato de un árbol.

Miguel no hace caso. Obviamente su hermano no entiende a Superman. Para él devolverle a una niña a su gato es utilizar sus poderes para ayudar a los demás tanto como evitar que el avión del presidente se estrelle. Él ayuda a todo el mundo y lo hace lo mejor que puede porque eso es lo correcto.

Lois ha muerto y Superman no ha llegado a tiempo para salvarla. Verle así, llorando con el cuerpo de ella en sus brazos hace que Miguel se tense. Un héroe también falla. Un héroe también pierde. Un sonido a su derecha le distrae. Su padre está llorando. Miguel cree que se acuerda de mamá cada vez que ve esa escena. De todos modos, piensa, no hay por qué preocuparse. Superman sale volando con todo su poder y comienza a girar la Tierra en sentido contrario. Coque se ríe a su izquierda pero no aparta su mirada de la televisión.

Al final, Superman detiene a los malos y los lleva a prisión. El alcaide le da las gracias, pero entonces Superman dice la frase favorita de Miguel, que a su vez es la que más risas y resoplidos de burla despierta en Coque. "No señor, no me dé las gracias. Todos formamos parte de un equipo". Superman alza el vuelo y comienza la música de nuevo. Cuando alcanza el espacio Superman sonríe a Miguel y desaparece.

Ya es por la mañana y han venido a buscar a Miguel para bajarlo a quirófano. Coque le acaricia la cabeza y su padre le da un beso en la frente, haciéndole cosquillas con su bigote.

-Todo irá bien, hijo mío.
-Lo sé papá. No te preocupes.

La enfermera le destapa para prepararle.

-Tendremos que quitarte ese pijama tan chulo -dice. Carlos sonríe y sorprendiendo a Miguel pone su mano sobre el símbolo que luce orgulloso en su pijama azul. Coque los mira y sorprendentemente hace lo mismo. Miguel les coge la mano, las tres sobre el escudo. Todo irá bien.

Miguel tiene 34 años. Entra a la habitación y la algarabía se detiene. Está acostumbrado. Los niños le miran con recelo y los padres con preocupación, pero enseguida sonríe y todos se relajan.
 
-A ver, tú eres... Javi, ¿verdad? Yo me llamo Miguel y voy a ser el que te opere. ¿Cómo estás esta mañana?

Pero Javi no le está mirando a los ojos, sino un poco más abajo de su cabeza.

-Ahí, en su bata... ¡es el símbolo de Superman!

Todos sus pacientes se quedan mirando el pin que lleva enganchado a la bata, junto a su nombre. Cuando el nombre de Superman es oído por los demás la habitación vuelve a estallar en un galimatías de voces infantiles.

-¡No, es el de Batman!
-¡Que no, burro, que es el de Superman!
-Pues a mí me gusta más Batman.
-¡A mi Hulk!
-Me va a operar Superman... ¡mi doctor es Superman!

Ya se los ha ganado.

-Javi, mañana por la mañana pasaré a recogerte y nos iremos a operar, ¿vale? -dice Miguel.
-¿Iremos con la cama rodando?

Miguel sonríe.

-Estadísticamente hablando es el medio de transporte más seguro.

Todos ríen. El compañero de habitación de Javi se ha puesto una manta roja sobre la espalda y alza los puños. Todos ríen.

Miguel sale de la habitación hacia la siguiente, pero unos padres salen tras él y lo detienen.

-Doctor, muy hábil lo del pin. Los tiene entregados. Muchas gracias.

Miguel sonríe de nuevo con una sonrisa que te hace pensar que todo va a ir bien.

-No señor, no me dé las gracias. Todos formamos parte de un equipo.

Los padres le miran entre extrañados y sorprendidos y finalmente y por primera vez en muchos días se ríen de verdad. Miguel les saluda y sigue avanzando, mientras piensa en lo divertido que resulta que la gente crea que está bromeando. Y que lleva el símbolo en su solapa para los demás, cuando en realidad lo lleva para sí mismo.

FIN

jueves, 14 de febrero de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES ESPECIAL SAN VALENTÍN: EL SUEÑO

EL SUEÑO
Por Javier Olivares Tolosa
(Ilustración de Sebastián Colombo)


Soñé que tenía superpoderes.

Soñé que surcaba el cielo volando más rápido que el sonido, sin sentir el frío helador en mi piel impenetrable. Soñé que podía atravesar montañas de roca como un clavo caliente atravesaría una tarrina de mantequilla. Que mis ojos lanzaban rayos de calor tan potentes que convertían en líquido el acero. Soñé que las balas no podían herirme, que podía escucharlo todo, verlo todo, incluso ver más allá de las estrellas y a través de las cosas.

Y soñé que te conocía. A ti, a la única persona entre todas que miraba más allá de mi fachada y penetraba en mi interior sin necesidad de visión de rayos X. A la que se enamoraba del hombre y no del súper. A la que siempre estaba ahí para salvarme; salvarme a mí, a quien se supone que podía salvar a cualquiera. Pero ahí estabas tú, tan humana, tan frágil. Y tan indestructible. Mi heroína. Mi amor.

Soñé que volábamos juntos por todo el mundo. Tomabas mi mano y el cielo era nuestro hogar; las nubes, nuestro abrigo; los pájaros, nuestros compañeros de viaje. No era necesario hablar. Tu presencia y tu compañía me llenaban. Me hacían sentir el hombre más poderoso del mundo. A mí, que podía levantar continentes. Y eras tú mi fuerza, mi poder, mi energía.

Me desperté como siempre, temprano para acudir a mi rutinario trabajo. Ya no había superpoderes. No podía volar, ni era extremadamente fuerte, ni en absoluto invulnerable. Mis ojos no despedían calor, y hasta debo llevar gafas para ver bien. Pero ahí estabas tú, a mi lado, en la cama. Como cada mañana desde hace muchos años. La única parte de mi sueño de fantasía que sí es una realidad. Tú, cálida y dormida. Te miro y no me da pena haber despertado de ese sueño en el que podía cruzar el mundo en un segundo, porque tú sigues ahí, convirtiendo cada día en un sueño cumplido.

Soñé que tenía superpoderes. Pero ¿quién los necesita si tú estás a mi lado? 

FIN

Para dedicar a vuestra persona especial en este día de San Valentín. Yo lo he escrito pensando la mía.

domingo, 10 de febrero de 2013

SÚPER-RELATOS BREVES: EL HOMBRE MÁS FUERTE DEL MUNDO

EL HOMBRE MÁS FUERTE DEL MUNDO
Por Antonio Monfort Gasulla
(Ilustración de Moisés López)


Cuando pienso en él, me viene a la mente una silueta gigantesca y unos inmensos ojos azules.

En cierto modo, así es como le recuerdo.

Yo tendría unos diez años cuando le vi por primera vez. Fue una tarde en el solar de Sullivan, donde asustó a los matones del barrio para que nos dejaran a los pequeños jugar en paz. Se convirtió en mi héroe, pero no se lo dije. Jamás me habría atrevido, me parecía un Dios. Sin embargo, me puse a indagar sobre él y en las semanas siguientes, estuve atento a sus apariciones por el barrio. Me lo encontraba ayudando a la señora Baker con las bolsas de la compra, se encaramó a un árbol para devolver el gato a la pequeña Sally y cuando se quemó el almacén de Weisinger, ya había sacado a dos trabajadores del edificio en llamas antes de que llegaran los bomberos.

Me di cuenta de que le caía bien a la gente, pero nadie parecía saber mucho acerca de su vida. Jim, el quiosquero, fue el primero en contarme cosas.

—¿Kenneth? —me dijo revelándome su nombre— no es de por aquí, pero es buena gente. No te metas con él.

Nadie parecía saber donde vivía. Aquella falta de datos sobre su persona hizo que le otorgara un aura de misterio que disparó mi imaginación. Empecé a verle como uno de los héroes de mis revistas, como Doc Savage; el hombre de bronce, o Flash Gordon.

Kenneth se les parecía bastante. Mandíbula cuadrada, pelo negro, fuerte, valiente... y estaba siempre cuando se le necesitaba. Supongo que pensareis que tenía demasiada imaginación, pero si eres el pequeño de seis hermanos, en una familia de inmigrantes, en plena gran depresión, la fantasía es lo único que te queda. Las revistas que luego los listillos empezaron a llamar “pulp” por el papel de pulpa con el que estaban hechas y los pocos comics que se publicaban en aquellos años, eran baratos y nutrían mi imaginación de historias imposibles. Para el niño que fui, Kenneth se convirtió en una porción de fantasía que se había escapado de las viñetas, y había aterrizado en aquel  Cleveland de 1927.

Por aquellos días, mi padre aún regentaba una pequeña mercería. No era gran cosa, pero nos daba de comer a todos. Era normal que las tiendas del barrio pagaran una cuota de “protección” a las mafias locales. Era un mal necesario y nadie se molestaba en impedirlo, y mucho menos la policía. Nuestra tienda no era una excepción, pero aquella vez, el recaudador habitual había cambiado y mandaron a un tal Alexander. Un chavalillo joven, estirado y con poco pelo que se divertía amenazando a los tenderos. Quiso la casualidad, el azar o el destino que mi poderoso héroe estuviera en nuestra tienda comprándose un sombrero cuando aquel sujeto, afanoso por ganar una reputación, empezó a intimidar a mi padre. Kenneth se puso hecho una furia, y agarró a aquel tipejo por la pechera y por el cinturón levantándolo en vilo por encima de su cabeza. Mi padre, temeroso de las represalias, le pidió que le soltara, pero el fortachón no hizo caso ni a él ni a los gritos y pataleos del otro. Salió por la puerta y lo tiró en mitad de la calle. El matón se levantó cojeando y soltando todo tipo de improperios. Nunca volvimos a verle. Kenneth se carcajeaba con los puños en los costados, como si aquello no fuera con él. 

Yo lo había visto todo desde la trastienda y os podréis imaginar hasta qué punto me había impresionado la escena. 

—¿No tienes miedo? —le pregunté superando al fin mi timidez.
—¿De ese? ¡no! —le contestó rotundo.
—Pero son gente peligrosa, tienen armas y...
—¿Y qué? Que vengan si son valientes.
—¿No le tienes miedo a las balas?
—No. 

Yo estaba alucinando.

—¿Eres de otro planeta? —solté a bocajarro.
Kenneth soltó una de sus estruendosas carcajadas.
—Vaya hombre, me has pillado —admitió sin dejar de reírse— ¿Cómo lo has adivinado?
—Bueno... —le dije balbuceante— eres muy fuerte y no te dan miedo las balas, como los personajes de mis comics.
—¿Comics? ¿de ahí sacas esas ideas?

Asentí con la cabeza y le alargué la revista que llevaba enrollada en el bolsillo de mi pantalón. Kenneth la miró con curiosidad y se sentó en la acera para mirarla con calma. Sacó unas gafas del bolsillo de su abrigo y se puso a leerla. Me hizo mucha gracia que alguien tan grande se pusiera gafas. Yo me senté a su lado y esperé. Debía parecer una pulga al lado de un elefante. Finalmente me devolvió la revista.

—Me gustan tus comics —me dijo.
—¿En serio? eres el primer adulto que me dice eso.
Él se rió otra vez.
—La imaginación es buena. Hay que imaginar las cosas antes de inventarlas ¿Sabes?
—Claro —asentí encantado.
—¿Cómo te llamas? Eres el pequeño de los Siegel ¿verdad?
—Sí, me llamo Jerome, aunque todos me llaman Jerry.
—Está bien, Jerome. No dejes de leer nunca. Digan lo que digan los demás.
—¿Me contarás cosas de tu planeta?
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué estás aquí?
—Mi planeta explotó y mis padres me mandaron aquí cuando era un bebe.
—¡¿De verdad?!
—Es un secreto, no vayas contándolo por ahí.
—No te preocupes, no diré nada.
—Está bien —dijo sonriendo y revolviéndome el pelo—. No apagues nunca esa imaginación.

Kenneth se levantó de la acera, y al ponerse de pie, vi algo azul brillante que asomaba por debajo de su camisa. Nunca había visto una prenda de aquel color, ni a nadie que conociera llevando algo parecido. De pronto lo supe. ¡Tenía que ser su traje espacial! Yo estaba flotando. Por fin, había conocido a uno de mis héroes en persona.

—Estaré por aquí —me dijo mientras se alejaba saludándome con la mano.

Tardé semanas en volver a ver a Kenneth. De hecho se convirtió en una pauta habitual que desapareciera durante meses, para luego estar por todas partes durante un tiempo. Cuando le preguntaba dónde iba me contestaba siempre cosas como “de viaje”, “por ahí” y otras vaguedades. Yo me lo imaginaba en el espacio cumpliendo misiones secretas, o luchando contra alienígenas malvados. Ahora me maravillo por la inocencia de aquellos años, cuando era tan fácil que realidad y ficción se dieran la mano. 

Cada vez que le encontraba me pegaba a él como una lapa y le hablaba de mis cosas, de mis problemas, y le hacía preguntas acerca de si mismo y su planeta. Él siempre me escuchaba, siempre tenía tiempo para mí. Aquellas conversaciones se convirtieron en algo especial y mágico que anhelaba cada vez más. De las veces que volví a hablar con Kenneth recuerdo especialmente una.

—Sí eres tan fuerte, —le pregunté— ¿por qué te dedicas a ayudar a los demás? Podrías hacer lo que quisieras. Nadie te pararía.
—Me gusta pensar que mi vida contará para algo, —explicó. Él siempre me hablaba como a un adulto— Que servirá para hacer del mundo un sitio mejor.
—A mí también me gustaría hacer eso —le dije—. Pero no soy tan fuerte como tú.
—No hace falta ser fuerte para eso.  A ver, ¿qué es lo que te gusta hacer?
—¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?
—Prometido.
—Me gusta escribir historias.
—¿Cómo las de tus comics?
—Sí.
—Pues esa es una estupenda manera de hacer el mundo un poco mejor.

Lo cierto es que a mí no se me ocurría ni de lejos cómo mis historias podían hacer tal cosa, pero años después, aun recordaría aquellas palabras.

Una tarde de Junio mis padres decidieron llevarnos a todos los hermanos al circo. No era muy habitual pero por lo visto decidieron hacer un gasto extra para pasar una tarde en familia. A mí no me entusiasmaba demasiado. Cuando sueñas con naves espaciales, alienígenas y justicieros urbanos, malabarismos y payasos saben a poco. No imaginaba que a partir de aquel día, empezaría a odiar el circo con todas mis fuerzas. 

Debo admitir que en aquella época, éste era algo mucho más romántico y pintoresco que hoy en día. Más auténtico se podría decir. Un mundo entre lo patético, lo divertido y lo siniestro. 

Nos pusimos en la cola para entrar bajo la carpa y una vez dentro, ocupamos un espacio hacia la mitad del graderío. Las actuaciones se fueron sucediendo dentro de lo habitual. Trapecistas que hacían filigranas que embobaban al público, domadores con sus leones, y payasos con cierta gracia. Lo increíble vino después. El jefe de pista salió en solitario para anunciar un nuevo número. Había expectación y silencio en las gradas. 

—¡Y ahora, con todos ustedes...llegado desde los confines de la tierra, el único hombre capaz de detener una locomotora con sus manos, atrapar una bala de cañón con su cuerpo, el hombre más fuerte del mundo... ¡¡KENNETH CLARK, EL SUPERHOMBRE!!

Y desde detrás de las cortinas apareció mi amigo. Llevaba su pelo negro engominado y peinado hacía atrás. Vestía una malla azul brillante y un calzón rojo con una especie de botines del mismo color. En el pecho, un gran triangulo amarillo que recordaba a una placa de la policía. El número fue impresionante, Kenneth fue levantando objetos cada vez más pesados. Primero las típicas pesas de forzudo, luego a un par de señoritas del público, una en cada brazo y finalmente, uno de aquellos carromatos que viajaban con el circo. El publicó aulló y se deshizo en vítores y aplausos. 

A mi se me partió el corazón.

Todas mis fantasías se desmoronaron de golpe y me di cuenta de que Kenneth no era de otro planeta, ni un héroe de comic. Solo un tipo normal y corriente, algo más fuerte de lo habitual, que viajaba con el circo y que debía tener una residencia más o menos fija cerca de mi casa.

Mis hermanos se desternillaban de risa, primero de él al reconocerle y verle con aquella pinta y luego de mí, por la cara de bobo que se me quedó. Cuando llegamos a casa me fui a la cama y me eché a llorar debajo de las mantas. Nadie entendió qué me ocurría. Mi héroe, era solo un forzudo de circo.

Tardé un tiempo en volver a ver a Kenneth por el barrio y cuando lo hice, no le dirigí la palabra. Le di la espalda y cambié de acera. Recuerdo bien el estupor en su rostro, su sorpresa. Me pregunto qué debió pensar y a qué debió achacar mis desplantes.

Con el tiempo desapareció del barrio, seguramente con el circo y no supe nada más de él.

Pasaron los años, pero la mayoría de las cosas siguieron igual. Mi familia seguía siendo pobre, seguimos viviendo en Cleveland, y yo seguía leyendo historias de ciencia ficción, con la salvedad de que ahora también había empezado a escribirlas. Empezaba a tomarme en serio como escritor. Fui al instituto y allí, a los dieciséis, conocí a Joe. Tenía mi edad y había emigrado de Canadá con su familia. Era un magnífico dibujante y estaba al menos tan pirado como yo por la fantasía y por producir historias. Empezamos a editar “artesanalmente” un fanzine: “Historias de ciencia ficción”. Pensaba que no lo leía nadie, pero con el tiempo descubrí que tuvo cierta repercusión. En aquellos tiempos, los editores se estaban dando cuenta de que las pequeñas historietas que aparecían en los periódicos gustaban y empezaron a buscar autores para producir revistas de comics. Joe y yo creamos algún personaje y empezamos a vender historias de vez en cuando.

Fue por aquel entonces, y no me preguntéis cómo, que supe que el circo había vuelto a la ciudad. Eso me hizo recordar a Kenneth con nostalgia. Me acordaba de aquellos ratos que pasaba conmigo siendo un niño y de cómo me animó a escribir y a imaginar cuando nadie más lo hacía. También fui consciente de que no se merecía el desprecio con el que le traté.

Me armé de valor y le pedí a Joe que me acompañara al circo.

—¿Quieres que vayamos al circo? – Se sorprendió.
—Sí.
—¡¿Al circo?! —repetía— ¿Qué tienes?, ¿seis años?
—Me han dicho que las trapecistas están muy buenas.
—Ah, entonces vale.

Preferí no contarle a Joe demasiado acerca de Kenneth. Al fin y al cabo, no sabía si querría verme o si se acordaría de mí. Había pasado mucho tiempo.

La verdad es que el espectáculo no había cambiado mucho desde aquella última visita, pero para mi desconcierto, el número de mi amigo no apareció. Empecé a preguntarme que había sido de él.

Al acabar, esperamos a que todo el mundo se fuera y pregunté por Kenneth a los chicos que aparecieron para hacer la limpieza. Ninguno sabía nada, ni recordaba su número. Nos mandaron a los carromatos de los artistas y nos dijeron que buscáramos a Louise, la jefa. Quizá ella sabría algo.

Esta mujer resultó ser una malabarista retirada que con el tiempo había asumido la gestión del espectáculo. Recordaba a Kenneth con cariño y por sus palabras, llegué a intuir que habían sido más que amigos. Fue ella quien nos dio la mala noticia.

Mi amigo había muerto dos años atrás de un ataque al corazón.

Había llegado tarde. Nunca podría disculparme, volver a hablar con él y decirle cuánto había significado en mi vida.

—Guardo algunas de sus cosas en un arcón —me dijo Louise— A veces, cuando alguien me pregunta por él, se las muestro. ¿Quieres verlas?

—Me... me encantaría. 

Fuimos a otro de los carromatos, un chaval pelirrojo y pecoso nos abrió la puerta y buscó un viejo baúl debajo de una montaña de ropa vieja.

—Gracias, Jimmy —dijo Louise mientras sacaba un manojo de llaves y lo abría.

Allí estaba su traje de faena, tan azul y tan brillante como el día que lo había entrevisto debajo de su camisa. Sus gafas, su reloj... también había un buen montón de cartas y fotografías de Kenneth con gente que yo no conocía.

—Allí donde fuéramos, la gente le quería y le recordaba —explicó la mujer—. Tenía millares de amigos. Algunos le escribían desde niños y continuaron haciéndolo siendo adultos. Tenía una gracia especial con los chiquillos. Les hacía sentir...

—Que sus vidas contaban para algo —acabé la frase con pesadumbre.

Junto a todas aquellas cosas, había varios libros de ciencia ficción y entre ellos uno llamado “Gladiator” de un tal Phyllip Willie. Contaba la historia de un campeón con fuerza sobrehumana y piel invulnerable. Entendí que de todo aquello sacaría las historias que me contó de niño. A él también le encantaba leer.
En la primera página había una inscripción a mano. “Haz del mundo un sitio mejor”. Era la letra de Kenneth y de algún modo, supe que lo había escrito para mí. 

—Quédatelo —me dijo Louise al ver como lo miraba—. Seguro que le hubiera encantado que lo tuvieras. 

Aquella noche no pude dormir. No dejaba de pensar en Kenneth, en los ratos que pasamos juntos, sus historias... me levanté y por mi ventana, entre los edificios, vi el cielo estrellado. Una chispa saltó en mi cabeza.

A la mañana siguiente, me presenté en casa de Joe a las siete de la mañana. La señora Shuster me abrió con cara de pocos amigos. 

—¿Qué quieres?
—¿Está Joe?
—Está durmiendo.
—¿Puedo despertarle?
—Tú mismo.

Subí corriendo a la habitación y zarandeé a mi amigo.

—Tengo una idea para un personaje. Necesito que lo dibujes.
—¿Y tiene que ser ahora?
—Sí.
—Dios, eres un pelmazo.

Le conté mi idea de un campeón alienígena, vestido con un traje brillante enviado a nuestro mundo cuando era un bebé y que aquí había adquirido grandes poderes que utilizaba para el bien común.

—¿Tiene poderes? —preguntó Joe.
—Sí.
—¿Cuáles?
—Es muy fuerte.
—¿Invulnerable? —me propuso.
—Vale —acepté.
—¿Qué más? —siguió preguntando mientras empezaba a garabatear.
—Es muy rápido
—Y puede ver a través de las cosas —sugirió.
—No es mala idea —admití.
—¡Y vuela! —se emocionó Joe.
—No sé, igual es pasarse —le dije.
—Bueno, pues puede dar grandes saltos.
—No sé yo...
—Que sí, hombre, que sí.

El esbozo de Joe empezó a tomar forma.

—Quiero que vista de azul —le pedí.
—Ya me imagino... —entendió mi amigo— y algo rojo con un escudo amarillo ¿no?
—Exacto.
—Está bien. Son colores primarios —se explicó—. Quedarán bien en la imprenta.
El dibujo mostraba a un hombre de aspecto poderoso y sonriente. Vestía un traje azul ajustado. Cinturón amarillo, calzón y botas rojas.
—Le falta algo... —barruntó Joe—. ¿Qué tal una capa?
—¿Una capa? —dudé—. No se me había ocurrido.
—Quedará bien. Una gran capa roja —me aseguró.

Yo me fiaba de Joe en aquellas cosas. Era muy bueno.

—¿Cómo se llamará?
—¿Qué tal “Superman”? —le propuse.
—¿El superhombre? puede valer. Entonces...

Joe le pintó una S roja en el triangulo amarillo del pecho. Nuestro Superman había nacido.

Intentamos durante años vender el personaje a los editores. Nadie lo quiso. Todos pensaban que era demasiado exagerado y que nadie se lo creería. Llegamos a pensar que tenían razón. Superman estuvo durante años guardado en un cajón hasta que en 1938, nos dijeron que Harry Donnefeld iba a sacar una nueva revista para la que necesitaba personajes. Nosotros le dimos a Superman.

Su éxito fue arrollador. En apenas unos meses estaba en todas partes. Radio, prensa, libros... y eso solo al principio. La editorial ganó millones. Nosotros bastante menos.

De todos modos, me gusta pensar que Joe y yo hicimos algo bueno con nuestro personaje. Que sus historias han alimentado la imaginación de niños por todo el planeta e inspirado a mucha gente a hacer el mundo un poco mejor.

Yo cada vez que veo a Superman recuerdo a mi amigo Kenneth. Creo que le habría gustado leer mis historias y pienso que quizá se hubiera sentido orgulloso de aquel héroe volador que inspiró y que sin saberlo, ayudó a crear.

FIN