lunes, 21 de abril de 2014

"EL REINADO DEL SUPERHOMBRE", DE JERRY SIEGEL Y JOE SHUSTER (1933)

Corría el año 1933 y dos jóvenes Jerry Siegel y Joe Shuster, de 19 años, ya llevaban tiempo intentando hacerse un hueco en el mundo de la ciencia ficción editando su propio fanzine al que titularon Science Fiction: The Advance Guard of Future Civilization. En Enero de aquel año publicaron su tercer número, que incluía un relato corto firmado por Herbert S. Fine (seudónimo que empleaba Siegel en aquella época) titulado "The Reign of the Superman" (El reinado del Superhombre).


Aquella historia de ciencia ficción amalgamaba un poco de todas las que habían influenciado a Jerry para inspirarse. Encontramos en ella un argumento con claras reminiscencias de la novela Gladiator, el superhombre (Philip Wylie, 1929), en la que tampoco falta un científico loco, un súper-suero realizado a partir de un meteorito proveniente de un mundo desconocido, y un villano con planes de dominación mundial, pero todo ello también salpicado con poderes telepáticos, escenas de planetas lejanos y monstruos imposibles, y una fuerte moraleja sobre el fracaso de quien elige el camino del mal en lugar del bien. Siegel demostraba ya que lo tenía todo para convertirse en un pionero de la ciencia ficción y sorprendía con una narrativa ágil y muy visual, que se reforzaba con las ilustraciones de su amigo Joe para componer un relato absolutamente redondo. Un relato en el que la palabra "Superman" ya aparecía constantemente (no como nombre propio sino como la forma de referirse al protagonista como "el Superhombre") y en el que podemos encontrar un primer ensayo de Siegel y Shuster de cómo era su visión de un ser con superpoderes más allá de lo imaginable, mezclando ya en la historia ciertos elementos alienígenas en su origen. 

Aunque esta historia autoconclusiva no tenía como protagonista a ningún héroe sino a un villano (o incluso a dos, pensándolo bien), cuyo aspecto era prácticamente idéntico al que posteriormente le darían al personaje de Lex Luthor, queda muy claro en su lectura que los dos jóvenes de Cleveland ya tenían la materia prima para darle forma a ese Superman que llevaban en la cabeza. Solo era cuestión de reconvertir al personaje de malvado a héroe y realizar algunos cambios en su origen, aspecto y habilidades, pero "el Superhombre" estaba allí, en aquellas 9 páginas publicadas en 1933. 

Dicho relato se encuentra disponible en algunas páginas de Internet en las que puede descargarse o leerse online en el idioma inglés original en el que fue escrito. Por más que he buscado no he logrado encontrarlo en español, y sin duda hablamos de un documento excepcional en la historia del Hombre de Acero, el caldo primigenio del que surgiría el posterior Superman que vería la luz por fin en Action Comics #1 en Abril de 1938. Así que he decidido traducirlo completo (un trabajo, creo, inédito hasta la fecha) para que todos podamos disfrutar de la historia con la que Jerry Siegel y Joe Shuster empezaron a tontear con su concepto de Superman. Os invito a leerlo a continuación.

EL REINADO DEL SUPERHOMBRE

Escrita por Jerry Siegel (bajo el seudónimo Herbert S. Fine)
Ilustraciones de Joe Shuster
Traducción al español de Javier Olivares Tolosa


Doble splash con la que comenzaba la historia The Reign of the Superman

¡La cola del pan! Una hilera de hombres apesadumbrados y sin ilusión. Criaturas desafortunadas que se han encontrado con que la vida no alberga más que amargura para ellos. ¡La cola del pan! Último recurso de los vagabundos hambrientos. 

Con una mueca despectiva en su rostro, el profesor Smalley observó la fila de desdichados pasar ante él. Para él, que venía de padres ricos y nunca se había visto forzado a afrontar los rigores de la vida, la miseria de aquellos hombres se le antojaba merecida. Le parecía que si tuvieran la más mínima ambición podrían haber salido fácilmente de su terrible rutina. Pero mientras los miraba con gran condescendencia, se afanaba en escrutar sus rostros, buscando al hombre que necesitaba. Una y otra vez parecía a punto de acercarse y darle la oportunidad a uno de ellos. Pero siempre dudaba en el último momento y permitía que el tipo de la cola avanzara. 

Sin embargo, al final abandonó su búsqueda desesperada y llamó la atención del hombre más harapiento que estaba ante él en ese momento. “¿Le gustaría tomar una auténtica comida y tener ropa nueva?”, preguntó.

El resquemor en la cara del vagabundo desapareció en tal que vio que Smalley vestía ropas caras. “Nada me gustaría más, señor”. Y luego, repentinamente suspicaz: “¿Qué quiere que haga yo por usted? Nada ilegal, espero”.

El profesor Smalley se rió. “Le aseguro que mis intenciones son puramente humanitarias. Pero si tiene dudas…”

“No, no”, interrumpió el hombre saliéndose de la fila. “Por supuesto que no, señor. Pero ¿quién es usted?”

El profesor se presentó: “Ernest Smalley, químico”.

El indigente hizo una reverencia: “¡Bill Dunn, caballero de la calle, a su servicio!”

Smalley no tuvo problemas en convencer a Dunn para que entrara en su coche. Cuando arrancaron, algo en su interior cantaba exultante. En pocos minutos comenzaría con el experimento que, estaba seguro, iba a dar resultados asombrosos. Ahora que había conseguido un sujeto humano, Smalley observaría en primera mano cómo reaccionaría su compuesto químico en el sujeto cuando lo tuviera en su interior. Totalmente ajeno a las siniestras intenciones del profesor, Dunn se sentó junto a él, alegrándose de su extraordinaria suerte. 

Algún tiempo antes, Smalley había conseguido un fragmento de meteorito y, tras someterlo a un análisis químico, encontró la presencia de lo que él sospechaba que era un nuevo elemento. Tras una investigación más profunda había descubierto que ejercía una extraña influencia sobre los animales de laboratorio a los que se lo había administrado. Solo quedaban unos granos de la preciada sustancia. Dunn iba a ser el recipiente de la mitad de ellos, aunque él no tenía ni la menor idea.

Al rato, el profesor aparcó frente a su casa. Se apresuró hacia ella, seguido por Dunn. Smalley dio instrucciones a su mayordomo para vestir a Dunn con uno de los trajes del profesor. Cuando Dunn volvió a presentarse ante Smalley parecía un eco lejano del hombre andrajoso que había entrado en la casa. Por primera vez en semanas su rostro estaba perfectamente afeitado. Ropas limpias e impecablemente planchadas habían reemplazado sus roídos harapos. Tenía un halo de confianza a su alrededor que sorprendió a Smalley.

El profesor lo recibió con una cálida sonrisa. “¡Menuda transformación! ¡Parece imposible que seas el mismo hombre!”

Dunn asintió. “Sí, es posible para mí parecer respetable. Aunque me resulta difícil de creer que usted esté haciendo esto solo por pura amabilidad. Supongo que he recibido muchos golpes.”

La mueca genial de Smalley se desvaneció y su mirada se endureció. ¿Aquel hombre sospechaba?

Dunn continuó, nervioso: “Pero creo que finalmente me he topado con lo que ya dudaba que existiera.”

Una vez más, Smalley sonrió.

“Usted dijo algo de una comida”, comentó Bill Dunn. “No he comido en varios días.”

Al instante, el profesor era el perfecto anfitrión: “Discúlpame por mi descuido. Por favor, toma asiento.”

El profesor salió de la habitación, y si Dunn hubiera podido ver la expresión triunfante en su rostro, habría tenido un motivo para preocuparse.

Al momento, Smalley regresó empujando un pequeño carrito. En la plataforma había una fuente de comida humeante. “Sírvete”, le invitó. Dunn no perdió el tiempo en aceptar. Se dejó de preliminares educados y atacó al plato directamente. Devoró su comida como una criatura famélica, sin prestar atención a los convencionalismos. Engulló un enorme sándwich en cuatro grandes mordiscos. Los ojos del profesor brillaron de forma singular cuando Dunn se tragó su café. ¡El gran experimento había comenzado! Smalley había mezclado su compuesto químico con el café.
No mucho después, Dunn se reclinó en su silla, frunciendo el ceño. “Me siento mareado”, se quejó. “He debido comer demasiado”.

“Tal vez deberías retirarte”, aconsejó Smalley educadamente. “Podemos hablar por la mañana sobre algo que quiero ofrecerte. Espera un momento mientras aviso al mayordomo. Vuelvo enseguida.”

Aunque su cabeza estaba ardiendo bajo una terrible presión, Dunn pudo sentir el aura de malvado triunfo que envolvía al profesor. Se le ocurrió por primera vez que Smalley podía haberlo convertido en el sujeto inconsciente de algún experimento siniestro y terrible. Cuando el profesor abandonó la sala, Dunn rebosaba de un deseo salvaje de escapar. Sus ojos erráticos y frenéticos se posaron sobre una ventana.

Cuando Smalley regresó a la habitación con el mayordomo, no vio a Dunn. Con satisfacción, Smalley dedujo que Dunn se habría desmayado y caído al suelo. Pero cuando miró al suelo y no vio ni rastro de su víctima, observó por toda la sala con creciente alarma y horror, sabiendo que algo había ido mal. Y al reparar en la cortina que se agitaba por el viento de la ventana abierta, se maldijo a sí mismo. ¡Dunn había escapado!

Apenas consciente de lo que había hecho o de dónde había ido a parar, Dunn recorrió la calle estupefacto. Cuando se acercaba a alguien éste se apartaba, creyéndolo bajo la influencia de algún poderoso estimulante. El destino o una increíble buena suerte lo mantuvieron apartado de los agentes de la ley. Pronto, Dunn iba balbuceando incoherencias y caminando apresuradamente por la calle a toda velocidad, sin preocuparse de quién estuviera en su camino. La residencia del profesor estaba situada cerca de un parque. Pronto estaba adentrándose en sus sombras, dirigiéndose hacia el parque desolado como un lunático que hubiera escapado de algún sitio. En su ciega carrera no percibía obstáculos. Pero cuando chocó de forma inesperada contra un árbol, recibió toda la fuerza del repentino impacto. Cayó al suelo, mareado y semiinconsciente.

De pronto, mientras yacía en el suelo, un auténtico holocausto de confusión hizo arder su mente. “Te lo digo yo, debemos usar algo de estrategia. Cerebro es lo que necesita esta banda, y cerebro es lo que no tiene”. “El muy idiota… Creí que había dicho que sabía jugar al bridge”. “Necesito esa pasta, mamá. ¡La necesito!” “Esperaré a que se dé la vuelta y entonces le daré por la espalda”. “Solo es un niño, ¿por qué no lo dejas en paz?” “Oye, tú, en este pueblo no nos gustan los malpagadores, ¿sabes?” “Me pregunto qué se piensa que soy para ella. ¿Un felpudo en el que limpiarse sus zapatos sucios?” “Oiga, jefe, entiéndame bien. Fue Maretti quien cometió el asesinato, no yo. Yo no me chivaría de un compañero, pero…” “Y le digo que yo no soy esa clase de mujer, y bueno, él me mira y se parte de risa. Y me dice ‘¡cariño, me has vuelto loco!’”

¿Qué era ese galimatías que se clavaba en su cerebro como miles de pequeños rayos?

“Caballeros, nos enfrentamos a un grave problema”. “Yo mejor le echaría un vistazo al chico. No tiene buena pinta. Quizá me ha seguido desde Chicago”. “¡Al infierno con los anarquistas!” “Me moriría de hambre antes que volver con ese salvaje”. “Escucha bien, mocoso. Puede que seas el reportero estrella de este periodicucho, pero como no entregues tu copia antes de las 3 en punto estarás en la calle vendiendo cordones de zapatos”. “No debo olvidarme de que manaña madrugo”.

Dunn sacudió la cabeza. Deseaba que el terrible ruido que rugía en su cabeza se detuviera. Y apenas había concebido ese deseo, el horror se detuvo. De pronto se preguntó qué estaría pensando el profesor Smalley en aquel momento, y cómo habría encajado la huida de Dunn.

En ese mismo instante una voz en su interior comenzó a hablar, una voz que indudablemente pertenecía al profesor Smalley en persona. “Se ha ido, y las probabilidades son de 10 contra 1 a que nunca lo volveremos a encontrar. Menuda mala suerte. ¡Mi precioso compuesto químico, desperdiciado! Lo atraparé de alguna forma. ¿Por qué el muy idiota tuvo que huir? ¿Cómo pudo sospechar de mis intenciones? Tal vez debería informar a la policía, contratar detectives. Decirles que es un maníaco peligroso. O tal vez cargarle algún crimen, ponerle en el punto de mira. Dios sabe qué le puede pasar. Puede haberse convertido en un imbécil, aunque por otro lado…”

Repentinamente la voz cesó de hablar. Dunn tragó saliva. ¿Se estaba volviendo o loco o, tal vez, ya se había vuelto? Y de pronto se le ocurrió la solución; la monstruosa e increíble verdad. ¡De algún modo, de alguna manera, el profesor Smalley le había administrado un compuesto químico que había reaccionado en él de esa forma, agudizando su mente hasta el punto de que podía escuchar pensamientos! Pero... ¿eso era todo?

¡Los cinco sentidos! ¿Estaban todos alterados?

Sonido: “¡Sí!”

Tacto: Dunn se tocó a sí mismo. No notó ninguna sensación nueva. “¡No!”

Olfato: “No”.

Gusto: Dunn cogió un puñado de mugre y se la metió en la boca. La escupió rápidamente. “¡No!”

Vista…

Dunn consideró el problema de la vista. ¿Le había mejorado? ¿Cómo podía determinar si lo había hecho o no?

Alzó la vista al cielo y sus ojos vieron un brillante punto rojo de luz. Su interés creció cuando se dio cuenta. En su mente, una voz seca y metálica habló mecánica y despreocupada: “¡Marte!” Dunn se preguntó qué estaba ocurriendo allí arriba. 

Y la respuesta a esa pregunta llegó más rápida que la velocidad de la luz.

En menos tiempo del que se tarda en parpadear, Dunn estaba observando una escena extraña y fascinante que no era de la Tierra. A Dunn le daba la sensación de estar flotando a una corta distancia sobre la roja y aguejerada superficie del suelo dentro de un cuerpo invisible. Bajo sus pies y extendiéndose desde ambos lados hacia una distancia infinita, había una gran llanura. Excepto por dos objetos y el pálido cielo, no había nada más a la vista. Los dos objetos atrajeron inmediatamente su atención e interés. Los dos eran… ¡seres! Uno era una gigantesca criatura similar a un árbol, la otra una mancha de luz roja de unos 10 metros de altura.

Mientras Dunn observaba, los dos seres cubrieron la corta distancia que les separaba. Ambos parecían flotar, más que caminar sobre el suelo. En el momento en el que estuvieron cerca, la criatura árbol lanzó un tentáculo que rápidamente se enredó alrededor de la inteligencia roja. Más tentáculos salieron, rodeando a la llama roja y atrayéndola hacia el pecho del árbol. En aquel instante las dos monstruosidades alienígenas luchaban con grandes esfuerzos por destruirse mutuamente.

Y Dunn, aunque todavía estaba en la Tierra, estaba siendo testigo de aquella increíble escena, un espectáculo que estaba a más de 50 millones de kilómetros de donde él se encontraba inmóvil en el parque.

La inteligencia roja utilizó un poder que no había empleado antes. De repente se expandió. Los tentáculos como ramas del monstruo árbol se rompieron en pedazos ante el inesperado ataque. Totalmente engullido por su adversario, apenas podía verse en el interior del cuerpo rojo que lo había atrapado. De pronto se había desvanecido. Ya no estaba. Donde antes había dos criaturas ahora no había más que una: la inteligencia roja.

La visión de Marte de pronto desapareció. Una vez más Dunn, pálido y temblando ante lo extraño de lo que había visto, estaba entre las sombras del parque.

La tensión y los nervios, la influencia de la droga, eran más de lo que Dunn podía soportar. Exhausto hasta lo más profundo, se derrumbó en un sueño intranquilo.

Cuando la cosa que había sido Bill Dunn se despertó a la mañana siguiente, recordaba los alrededores y su propia ropa de forma vaga. Abruptamente la memoria le volvió. Con una risa de puro nerviosismo, se levantó sobre sus pies y estiró los brazos. Después comenzó a seguir su camino hacia distritos con mayor densidad de población. Mientras caminaba, se habló a sí mismo. 
“¡Idiota! ¿Por qué has dormido en el suelo cuando hay miles de camas en el mundo sin ocupar? Por dinero, claro, esa era la razón. No tenías dinero. ¡Qué divertido! ¡El dinero es la cosa más sencilla de conseguir en este planeta! Y tú has pasado un año entero vagabundeando mientras podrías haber estado viviendo la vida de un príncipe, una existencia incomparablemente sencilla. Es el mayor pecado. Debo expiar eso. Debo remediar mi condición financiera. Eso no será difícil.”

Una mueca de superioridad cruzó el rostro del Superhombre.

“Puedo hacer cuatro cosas de las que nadie más en el planeta es capaz. Interceptar mensajes interplanetarios, leer la mente de quien desee, inducir ideas en la mente de otras personas simplemente concentrándome, y lanzar mi vista a cualquier parte del universo.”

“Además”, añadió, “durante la noche mi mente ha asimilado todo el conocimiento que hay en el universo. Sé tanto de Plutón como sus habitantes, cuya información he absorbido. Soy una esponja virtual que absorbe todos los secretos jamás creados. Conozco toda la ciencia y las preguntas más abstrusas no son más que un juego de niños para mi intelecto sin parangón. ¡Yo soy un verdadero dios!”

Pensamientos de sus logros mentales le llenaron de confianza. Caminó a paso firme por la calle con arrogancia, la cabeza erguida, agresivo. Uno podría pensar que sus bolsillos estaban rebosantes de billetes en lugar de vacíos como el aire.

Detuvo al primer hombre con el que se encontró y le preguntó dónde se encontraba la biblioteca pública más cercana. Una vez recibida la información deseada, continuó su camino sin una palabra de agradecimiento. Le parecía perfectamente natural que las personas debieran hacer lo que él solicitara.

Dentro de la biblioteca, tomó el ascensor hasta la tercera planta y se apresuró la sala de Ciencia y Tecnología. “El libro El Universo en expansión, del profesor Einstein”, demandó a una empleada.

La empleada regresó con la copia en la mano. “Nuestro único ejemplar”, le explicó, “pero está impreso en alemán”.

“¿Y qué importa eso?”, espetó el Superhombre y arrancó el libro de la mano de la asombrada empleada. “¡Podría leerlo aunque estuviera escrito en portugués, beteguesiano, andromediano o incluso en las arenas del tiempo!”

Se sentó y comenzó a leer. Una mueca de superioridad brilló en sus facciones. De repente, estalló en carcajadas y lanzó el libro sobre la mesa frente a él, haciendo un gran ruido. “¡Basura! ¡Tonterías!”, gritó.

La empleada fue rápidamente hacia él. “Tendrá que guardar silencio, señor”, le advirtió. “Hay otros en esta sala que están concentrados. No toleramos que se les moleste”.

El Superhombre enseñó los dientes. “Si tuviera un tubo de rayos a mi alcance, te barrería de la existencia”, siseó.

La empleada se retiró rápidamente, convencida de que se encontraba ante un hombre perturbado. El Superhombre se rió para sí cuando leyó sus aterrados pensamientos.

Un caballero anciano entró en la sala y se sentó junto al Superhombre. Lanzó una momentánea mirada de desdén al traje sucio y arrugado del Superhombre, hizo amago de levantarse y cambiar de asiento, pero suspiró y aparentemente cambió de idea. Sacó una pequeña revista de su bolsillo y comenzó a leer. 

El Superhombre leyó las dos palabras siguientes en su portada: Ciencia Ficción.

De repente el hombre notó la mirada del Superhombre. Enrojeció de enfado, y parecía a punto de hablar. El Superhombre leyó sus pensamientos: “Humillaré a este impertinente haciéndole una pregunta difícil que revelará su ignorancia. Le diré: ‘Mi apreciado amigo, ¿puede usted citar la Contracción de Fitzgerald?’”

Antes de que el caballero tuviera la oportunidad de hacer la pregunta, el Superhombre respondió. “La Contracción de Fitzgerald”, dijo con calma, “que fue observada por Lorentz y Larnos, tiene la siguiente ecuación: L=√(  1-v2 ).”

El anciano observaba sin poder creer. Sus labios se movieron pero no emitieron sonido alguno. 

Riéndose, el Superhombre se levantó y se marchó del lugar.

“Ahora”, se informó el Superhombre a sí mismo, “procederé a recoger una gran suma de dinero”. 

Se aproximó a una farmacia (Nota de traducción: el texto utiliza el vocablo drugstore, que en español no tiene traducción exacta. Las drugstore son farmacias en las que puedes comprar medicamentos sin receta, juguetes, o tomarte un refresco) y se detuvo frente a las básculas. Un hombre se acercó. El Superhombre lo detuvo. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó.

"Smith," respondió el hombre confundido.

"¡Hola, Smith!", saludó el Superhombre y le palmeó la espalda. “Qué buen tiempo estamos teniendo estos días, ¿no crees?”

Smith asintió, perplejo.

"Oye, Smith, ¿y si me devuelves los diez dólares que me debes? Ya he esperado suficiente."

Smith empezó a protestar, pero de pronto se le ocurrió que sí que le debía diez dólares a aquel desconocido.

“¿Quién eres tú?, preguntó. “He olvidado tu nombre.”

"Soy tu abuelo”, afirmó el Superhombre sin esbozar ni una sonrisa.

De forma sorprendente, Smith asintió con amabilidad. “¡Bueno, que me aspen si no lo eres! ¡Qué tonto he sido al olvidarlo! ¿Dónde has estado?”

"Acabo de regresar de una cacería de osos polares en Sudáfrica. ¿Pero qué hay de los diez dólares?"

Dos billetes de cinco dólares cambiaron de manos. “Apuesto a que puedo adivinar tu peso”, dijo abruptamente el Superhombre.

"Cinco pavos a que no puedes.”

"¡Hecho!” El Superhombre buscó en la mente del hombre. Cuando Smith se había bajado de la báscula el día anterior, había marcado 68 kilos. "Pesas 68 kilos."

Smith se subió en la báscula. 68 kilos exactamente.

El Superhombre tenía ahora quince dólares.

Cuando Smith llegó a casa, algo saltó dentro de él. Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo que había sido su modo de comportarse.

El Superhombre se acercó al dependiente en el mostrador de la farmacia. El dependiente pensó: “¿Querrá pedir un trago también?” 

"Me gustaría una cerveza”, susurró el Superhombre.

"No le entiendo”, dijo el dependiente de forma evasiva y cautelosa.

Dunn se inclinó hacia delante. “No pasa nada”, le dijo en voz baja. “Smith, el tipo que acaba de irse, es un buen amigo mío. Me ha avisado.”

El dependiente buscó bajo el mostrador y su mano reapareció con una botella envuelta en papel. “Son 10 pavos”, susurró.

De repente una mirada autoritaria apareció en los ojos del Superhombre. “¡Ya te tengo!”, exclamó.

El dependiente intentó arrancarle la botella de la mano, pero el Superhombre, adivinando su intención, se lo impidió. “Soy un agente federal”, le dijo. “Venga conmigo, o…” Y le guiñó un ojo.

"¿Cuánto?" preguntó el dependiente con voz ronca.

"¡Cien dólares!”

"¡Ladrón!"

“Pues eso, o irás derechito al trullo.”

El Superhombre salió de la droguería con ciento quince dólares en el bolsillo. “Una suma insignificante”, se dijo. “¿Cómo puedo incrementarla?”

Su frente estaba arrugada con la intensidad de sus pensamientos. Al final, se relajó. “Todo depende de la droga”, masculló. “Si pudiera tener acceso a este poder, nada podría interponerse en mi camino a la dominación mundial”.

Dunn dejó de caminar y se acercó a la fachada lateral de un edificio. Apoyó la espalda contra él. Y entonces su cara se contrajo bajo la intensidad de su concentración. De pronto, se puso rígido. Una visión flotó ante sus ojos. Era la de un hombre sentado en un banco del parque, leyendo el periódico. La fecha en el diario era 21 de Marzo. El día actual era el 20. ¡El Superhombre estaba observando 24 horas hacia el futuro!

Rápidamente el Superhombre se fijó en un artículo.

“LOS JUGADORES AMASAN UNA FORTUNA. LA DIOSA DE LA SUERTE LES ES FAVORABLE”

“En lo que respecta a las carreras de caballos, hemos descubierto que los más duros apostadores han arrasado cuando Blue Angel llegó el primero con las apuestas contra él estando a 10 contra 1. La conmoción fue enorme y los corredores de apuestas recibieron un duro golpe. 

Los seguidores de otro juego de azar más popular como es el mercado de valores, que poseían acciones anteriormente sin valor de Colorado Fruits, también tuvieron hoy su día de suerte. Al llegar la mañana, los brokers se encontraron que Colorado Fruits había subido como la espuma durante la noche. Se había creado una gran cantidad de nuevos ricos.”

Repentinamente, la visión se desvaneció.

Dunn había logrado lo imposible. ¡Había visto el futuro! Su poder solo le permitía observar unas cuantas horas hacia adelante, pero eso era suficiente. “Después de todo”, reflexionó el Superhombre, “el tiempo es simple duración, y la duración es una ilusión de la mente.”

....................................

Solo en su laboratorio estaba sentado el químico, Smalley. En su mano tenía la última edición del periódico agarrada con fuerza. Su rostro estaba pálido y tenso. Sus ojos ardían con una luz que rayaba con la locura. Una hora antes había despedido a su mayordomo. Quería estar solo, lejos de miradas observadoras.

En la página que sujetaba con tanta fuerza había una imagen. Era una fotografía de Bill Dunn, el hombre al que le había administrado su droga. Al pie de foto se podía leer el siguiente artículo:

“Ha salido a la luz pública una misteriosa figura, el hombre que se hace llamar William Dunn. Nadie sabe de dónde ha venido y rehúsa a dar ninguna información. Pero el hecho es que, a través de los juegos de azar, ha logrado amasar una increíble fortuna.

Nadie consigue entender su extraordinaria suerte. Desde su aparición, ha estado cosechando miles de dólares  gracias a inversiones increíblemente afortunadas. Su suerte es tan infalible que casi parece sobrenatural. 

Además, él mismo es una persona extraña. Se muestra extremadamente atento, responde a las preguntas antes de que se le formulen por completo. Pero tiene una actitud arrogante que es casi insoportable.”

En otra página había una noticia corta que habría sido insignificante para los ojos de cualquiera, pero que era de gran importancia para los de Smalley.

“Clyde Kornau, del 1131 de Grantwood Road, acudió al cuartel de policía esta mañana con una extraña historia. Afirma que mientras estaba sentado en su estudio durante el día de ayer, de repente se sorprendió a sí mismo en el acto de firmar un cheque por valor de 40.000 dólares a nombre de William Dunn.

La policía está confundida. Kornau es un ciudadano demasiado rico y poderoso para mentir por un poco de publicidad. Un psicólogo informó a Kornau de que su acto había sido el resultado inconsciente de leer las grandes historias sobre Dunn. Kornau replicó que jamás había oído hablar de William Dunn.

Súbitamente Smalley se puso en pie de un salto con un bramido de rabia y furia. “Le contaré al mundo entero la verdad sobre Dunn”, juró, “¡y lo meterán donde no pueda hacer ningún daño!”

Tomó papel y pluma y comenzó a redactar una larga y acalorada carta. Contó cómo había sacado a Dunn de la cola para el pan para convertirlo en el noble sujeto del experimento más grande del siglo. Contó cómo le había administrado el compuesto químico y el posterior desvanecimiento de Dunn. ¡Y, concluía, “a menos que esa criatura sea atrapada y sacrificada como un animal, crecerá, sus poderes se fortalecerán, aumentarán, hasta que el destino del mundo entero esté en la palma de su mano!”

Cuando la carta estuvo lista, la puso en un sobre, escribió la dirección de la oficina del periódico más importante de la ciudad, y después salió de su laboratorio y la envió al correo.

De vuelta en su laboratorio, el profesor Smalley empezó a pensar. Comenzaba a envidiar el poder del Superhombre tanto como lo había odiado al principio. Visiones de dominación mundial pasaron ante sus ojos. ¿Por qué no ocupar la posición que temía que ocupara el Superhombre? Cuanto más pensaba en ello, más fuerte se hacía la tentación.

El deseo se había hecho tan fuerte de forma tan rápida que comenzó mecánicamente con el procedimiento de preparación del compuesto químico. Entonces, en un visible estado de shock, comprendió lo que estaba haciendo, y reaunudó la tarea con una voluntad que era casi salvaje.

Rápidamente cambiaba de tubo a probeta, trabajando con la velocidad y la imprudencia de un loco. De forma gradual su tarea se iba completando, y finalmente colocó un líquido en el interior de un frasco y lo dejó aparte para que se enfriara. Unos minutos más tarde, cuando el preparado se había enfriado lo suficiente, levantó el frasco y se dispuso a tomar la droga que lo transformaría en un Superhombre. En ese momento, el timbre de su puerta sonó.

Habitualmente lo habría ignorado, pero algo instintivo le informó que Dunn había regresado.

Con una mueca malvada en sus delgadas facciones, Smalley dejó el frasco sobre la mesa y salió de la estancia.

La intuición de Smalley había sido correcta. Cuando abrió la puerta, se encontró con el Superhombre de pie en la entrada. Se hizo a un lado y Dunn entró.

Los dos caminaron en silencio hacia el laboratorio, y Smalley habló por primera vez. “Infórmame de lo que te ha pasado.”

El Superhombre lo hizo, se lo contó todo, sin reservarse nada. Tenía un motivo para contarle toda la verdad. Y era que había decidido asesinar al profesor antes de que salieran de la habitación.

Mientras Dunn narraba sus maravillosas experiencias una detrás de otra, la mueca de Smalley aumentaba. Veía lo que él iba a hacer cuando obtuviera los mismos poderes. 

"Dunn", le dijo cuando el Superhombre terminó de hablar, “voy a tomar mi compuesto ahora mismo. ¡Eso significa que entre los dos, con nuestros gigantescos cerebros, dominaremos el universo!”

El Superhombre leyó  su mente, que decía tal cual: “Y una vez que tome la droga voy a ocuparme de mi amigo aquí presente. ¡Solo puede existir un Superhombre, y ese seré yo!”

El Superhombre pensó: “Ahora es el momento de matar a esta criatura de tan gran inteligencia que busca enfrentarse a mí y reemplazarme.”

Smalley hizo un gesto para alcanzar el frasco que contenía la última dosis de su preparado químico. Pero antes de que pudiera cogerlo, Dunn se adelantó y apartó su mano a un lado. 

Instantáneamente el profesor se abalanzó sobre el cuello del Superhombre. Dunn se cayó de espaldas ante el repentino ataque, y después, con un súbito rugido, se incorporó y rodeó a Smalley con sus brazos. El químico se resistió e hizo perder el equilibrio al Superhombre. Los dos cayeron al suelo.

Rodaron y rodaron por el suelo, tan pronto uno estaba arriba como lo estaba el otro. Era una batalla en la que estaba en juego algo casi inconcebible. Porque quien resultara vencedor, sería quien dominara el universo.

De pronto el profesor Smalley se libró del agarre de su adversario, se incorporó de un salto y corrió hacia la mesa sobre la que se encontraba el frasco…

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El Consejo Conciliatorio Internacional celebraba una sesión. Reunidos en la gran sala había representantes de todas las naciones del mundo, grandes y pequeñas. Esta era la mayor conferencia de paz de todos los tiempos. El presidente Warren Mansfield hablaba a pleno pulmón: “…y como nos hemos reunido aquí, sentados unos junto a los otros, sin enemistad entre nosotros, así serán nuestras respectivas naciones en el futuro; amistosas, hermanadas.”

Cuando Mansfield se sentó, atronadores aplausos le aclamaron.

Chinos y japoneses, franceses e ingleses, americanos y mexicanos, todos se sonreían unos a otros. Veían que, por primera vez en la historia del planeta, todas las razas iban a unirse en una enorme y duradera fraternidad.

El presidente Mansfield volvió a hablar de nuevo: “Nuestro primer orador”, anunció, “será el mensajero de Italia por la paz, ¡Anthony Ferroti!”

Ferroti se levantó y sonrió de forma encantadora. “Es para mí un gran placer anunciaros…” De pronto su rostro experimentó una súbita transformación. La afable sonrisa desapareció. Sus ojos transmitían crueldad. Sus dientes estaban apretados en una mueca de odio. “¡…que Balvania es un hervidero de sucios anarquistas!”

El silencio en la sala se hizo sofocante. Todos los presentes estaban pasmados.

El representante de Balvania se recuperó de su asombro. Furioso, se levantó y gritó un montón de acusaciones. Alguien le dio un violento empujón y lo lanzó contra otro individuo. En un momento la sala era una batalla campal. Dignos y ancianos caballeros luchaban con rabia y se estrangulaban entre viejos amigos. Los mismos que habían acudido a firmar el acuerdo definitivo de paz se estaban atacando ahora como una manada de lobos rabiosos.

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Forrest Ackerman escuchó pacientemente a su editor.

“El jefe me dio esta carta y me recomendó que te la diera. Al principio pensó que solo era la obra de un chalado, pero a la vista de cómo se han desarrollado las cosas últimamente, me sugirió que te la entregara y que estudiaras el tema. Así que este es tu encargo. Mantén la boca cerrada al respecto. Si hay algo aquí, queremos la exclusiva.”

Ackerman aceptó la mencionada carta y le echó un vistazo. Mientras leía, su interés aumentaba. Silbó. “Parece una locura.”

“Depende de ti descubrir si lo es o no. ¡Al trabajo!”

Mientras Forrest conducía hacia la casa del profesor Smalley, se puso a pensar en la relación entre esa carta y los recientes acontecimientos que habían sobrecogido al mundo. Si lo que el profesor decía era cierto, era plausible que el Superhombre estuviese detrás de la mala relación entre las naciones. ¿Cuáles podían ser los motivos del Superhombre? ¿Era tan simple como que su naturaleza le empujaba a traer el mal y la muerte sobre la humanidad, o lo más probable, que esperase obtener el control de ella destruyendo primero su fuerza al enfrentar a unos contra otros? 

No había llegado a ninguna conclusión cuando aparcó ante la residencia de Smalley. Salió de su coche, subió las escaleras y llamó al timbre. Esperó y no hubo respuesta. Insistió, obteniendo el mismo resultado. Impaciente, puso su mano sobre el pomo y lo giró. La puerta se abrió. Por un momento tuvo dudas, pero entró.

Caminó de habitación en habitación sin encontrar a nadie. Y entonces, entró en el laboratorio. Su primer pensamiento fue que había dado con algo importante. Toda la habitación estaba hecha un desastre. Mesas, sillas, armarios, todo estaba por los suelos. La cristalería estaba hecha añicos. Había signos evidentes de una pelea. Al reportero se le escapó un suspiro cuando encontró una larga mancha roja en el suelo. ¡Sangre seca!

Pero, ¿de quién?

Las ideas inundaron su mente, algunas incoherentes, otras razonables. Pero algunas no debían ser descartadas. El profesor Smalley había sido uno de los hombres implicados en la pelea. Parecía lógico que el otro hubiera sido Dunn, el Superhombre, ¿pero quién había ganado la batalla? ¿De quién era la sangre que había en el suelo?

Se le ocurrió una posibilidad. Smalley podría haber desarrollado la ambición de dominar el mundo. Quizá había habido una discusión y la resultante pelea en la que uno de los dos había sido asesinado. Entonces, ¿quién había salido victorioso? Y fuera quien fuese el vencedor, ¿es a quien debía culparse porque el mundo se encontrara al borde de una guerra?

Forrest salió corriendo de la casa y subió a su coche. En un instante arrancó y se dirigía por las calles hacia las oficinas de su periódico. Pero apenas había avanzado unas docenas de bloques cuando empezó a comportarse de un modo incomprensible. En lugar de continuar por la carretera que le habría llevado directamente a su destino, giró por una calle lateral y tomó otra carretera que iba paralela a la que había estado conduciendo. ¡Iba justo en la dirección contraria!

De repente se le olvidó el asombroso descubrimiento que había hecho. En su lugar, tenía la impresión de que estaba cumpliendo con un encargo que iba a llevarlo a una calle y un número en concreto.

En unos minutos aparcó ante un edificio. Entró en él. Le recibió un hombre cordial y muy sonriente que le guió hasta una oficina polvorienta. “¿El señor Dunn?”, preguntó Forrest.

"Sí. Tome asiento. "

Forrest obedeció. Al instante, barras de metal se doblaron alrededor de él desde los lados de la silla, atrapando sus brazos, pecho y piernas con un agarre irrompible. El ese momento Forrest comprendió lo que había pasado. Había sido conducido hasta allí por el poder de la voluntad del Superhombre.

El Superhombre se había sentado en su mesa y miraba al reportero cara a cara.

“¿Quién eres tú?”, gritó Forrest. “¿Smalley o Dunn?”

El Superhombre no respondió inmediatamente. Parecía perdido en su propia concentración. De pronto pareció darse cuenta de que Forrest había hecho una pregunta. “¿Smalley o Dunn?”, repitió, confundido. La memoria le regresó. “Ah, sí… Dunn.”

“¿Mataste a Smalley?”

“Maté a Smalley.”

“¿Y… y qué vas a hacer conmigo?”

“Tengo un pequeño asunto del que ocuparme antes de deshacerme de ti”, respondió monótonamente.

La mente de Forrest repasó aquella tranquila declaración acerca de su muerte.

“Estoy a punto de enviar los ejércitos del mundo en total aniquilación unos contra otros.”

Y entonces algo estalló en el interior de Forrest. Maldijo a aquel monstruo inhumano, lanzándole todos los insultos que se le ocurrieron y jurándole que lo aplastaría si conseguía soltarse.

El Superhombre no prestaba atención al hombre que gritaba y suplicaba. Apretó los puños y se plantó delante de él. Mientras se concentraba, su cara se tornó en una expresión de odio y crueldad tan grandes que Forrest se quedó paralizado.

El Superhombre estaba emitiendo pensamientos de odio que convertirían la Tierra en un infierno viviente.

En aquel momento de horror extremo, el reportero envió una silenciosa plegaria al Creador del amenazado mundo. Suplicó a Dios misericordioso que terminara con aquel demonio blasfemo.

¿Era cierto que Forrest vio la expresión de odio desaparecer de la cara del Superhombre y ser reemplazada por una mueca de horror, o fue solo su imaginación?

De repente el Superhombre se puso en pie. La silla en la que estaba sentado se cayó hacia atrás. “¡No!”, gritó. “¡No!”

Forrest vio que le estaba gritando al aire.

“¡Esa visión! ¡Esa fugaz visión del futuro! De mí mismo, mañana… durmiendo en el parque. De nuevo siendo nada más que Dunn. ¡Dunn el vagabundo, el pordiosero!” El Superhombre se puso la mano ante los ojos. “¡Es la droga! ¡Su efecto habrá desaparecido en una hora, extinguida! Y no puedo duplicar la droga a menos que llegue al planeta oscuro donde se encuentra el elemento que necesita. ¡Y no hay tiempo para eso!”

La figura confiada y arrogante había desaparecido. En su lugar solo había un hombre abatido y desilusionado.

Dunn levantó la cabeza y comtempló al reportero. “Ahora veo lo equivocado que estaba. Si hubiera trabajado por el bien de la humanidad, mi nombre habría sido recordado en la historia como una bendición en lugar de una maldición.” Se acercó a la silla y accionó un mecanismo en su lateral. “En quince minutos serás liberado automáticamente, y yo…”, se sonrió irónicamente, “¡deberé regresar a la cola del pan!” 

FIN

NOTA: Esta traducción la he realizado sin ningún ánimo de lucro, solo por mi afición por Superman y con la intención de hacer llegar a más gente esta historia que quizá para muchos fuera desconocida y que otros no se hayan animado a leer nunca por no existir en español. Se la dedico con todo el cariño, respeto y agradecimiento a Jerry y Joe, los creadores del personaje por el cual existe esta web. Ha sido un placer dedicar unas horas a traducir este relato en el que los dos jóvenes visionarios comenzaban a dar forma a esa idea que rondaba sus cabezas y que se transformaría en el Superman que ahora todos conocemos y queremos. 

Javier


Gracias, chicos...

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12 comentarios:

  1. Interesante historia.

    De la que nos salvamos, un villano convertido en héroe.

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  2. Muy buena historia, Pulp Fiction Puro, por cierto, DrugStore en mi país son llamados "Boticas" Saludos Javi, Gracias por este super aporte.

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  3. Como se nota lo chiquitos que eran ^_^ El Superhombre conocía los secretos y misterios del Universo (la ecuación que cita, por ejemplo) pero no sabía la dirección de la Biblioteca o el nombre de Smith :D Tarde se puso a reflexionar del DON que poseía y los usos que podría haber hecho del mismo. Como esbozo de lo que se vendría vale perfectamente. Muchas gracias Javi por la brillante traducción de este invaluable material!!!

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  4. Por cierto, la firma como Herbert.S.Fine llevaba el apellido de soltera de la madre de Siegel.

    El reinado del Superhombre era el preludio y vislumbraba los elementos que fascinaban a un Siegel, lo extraterrestre, los poderes, y referencias a los Sanson, Hércules, la influencia de la novela de Phillip Wylie "Gladiator".

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  5. Así es, Fine es el apellido de soltera de mamá Siegel. Aunque quizá también podemos encontrar cierto juego de palabras en el seudónimo, ¿no crees? "Herbert S Fine" suena en inglés como "Herbert está bien". Habría que saber quién es Herbert, o quizá solo es una coincidencia fonética.

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  6. Hola creo que yo tengo por ahi una traducción hecha por la edictorial bibilikin de argentina la voy a buscar pues yo sabia de la existencia de este superman gracias a esa revista y creo que la traduccion es del año 40, ojala no la hayan botado, pues es uno de mis tesoros, pero mi querido padre se dio por botar todo, pero si lo encuentro te prometo que lo escaneo y te lo mando. y gracias por la traducción Javi, siempre nos das unas sorpresas muy lindas.

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  7. Muy buena historia !

    Gracias Javi por la traducción.

    Volverá la sección de historias que había en un momento ?

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  8. Hace sólo unos días que lo encontré en internet y cuando lo leí me llamó mucho la atención porque desconocía totalmente que al principio el concepto de Superman lo ideasen como villano. Sin duda muy interesante.

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  9. Nunca se me ocurrió buscarla en internet, ya que había leído alguna ves que esta historia había sido quemada por su creador al no poder venderla y que sólo quedaban algunos pedazos.

    Pero afortunadamente siempre está Supermanjaviolivares listo para rescatarnos con su infinito conocimiento.

    Mil y mil gracias Javi !!!

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  10. Muchísimas gracias por este regalo, Javi! Hace poquito, comenté el relato en mi blog. Si así lo deseas, pásate por allí para ver. De paso, puse un link hacia esta pagina por si alguien quiere leerlo.

    ¡De verdad, muchísimas gracias por el trabajo de la traducción! :)

    Un abrazo!

    FEDERICO H. BRAVO

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